Opinión | La señal

La última misión de James Bond

La Reina Isabel II había hecho llamar al Palacio de Buckingham, en Londres, a su fiel servidor Bond, James Bond, agente encubierto con «licencia para matar», perteneciente al Servicio Secreto de Inteligencia británico, el famoso MI6. Después del regalo que le había hecho España, casi en el último minuto, con el acuerdo sobre Gibraltar, «un regalazo», como pensó el primer ministro Boris Johnson, ella estaba dispuesta a acceder a la petición de la presidenta de la Comunidad de Madrid: que el agente más famoso de Su Majestad investigara quiénes estaban detrás del sabotaje del Hospital Enfermera Isabel Zendal, en la capital española. Johnson sabía que si su homólogo español se enteraba, no le gustaría nada que alguien de la Union Jacq ayudase al partido de la oposición, pero también sabía que España, desde hacía años, tragaba con todo.

En el centro médico de emergencias Zendal, se estaban produciendo robos de materiales necesarios para su funcionamiento y que impedían, incluso, el manejo de los respiradores, lo que servía también para los bulos de que faltaban suministros y así desprestigiar esta iniciativa que había puesto en marcha la presidenta ante la viral agresividad de la pandemia y con la oposición de los sindicatos de la mesa sectorial y las fuerzas de izquierda.

En el hospital, médicos, enfermeras, celadores, limpiadoras… trabajaban al límite de sus fuerzas a la vez que… alguien saboteaba su trabajo movido por inconfesables intenciones. El director del hospital había puesto el caso en manos de la Policía, pero Isabel Díaz Ayuso, aconsejada por su gurú MAR, no se fiaba ni un pelo de Grande-Marlasca, el ministro del Interior y, por eso, había decidido recurrir, mediante sus contactos, a Bond.

La Reina, sentada en un viejo sofá pero en perfecto estado de revista y rodeada de brillantes dorados, destellos de bronce y relámpagos de cristal, solo parpadeó cuando Bond, guardando la debida distancia, se acercó a ella e inclinó la cabeza en señal de respeto.

-Quiero que sepa, Bond, que como siempre confiamos mucho en usted y que sabrá resolver satisfactoriamente esta nueva misión que se le encomienda.

-No se preocupe Su Majestad, ese es mi estilo.

-Ah, y una cosa, Bond, le recomiendo, porque no serviría de nada prohibírselo, que no intime demasiado con la presidenta. Piense que su fama le precede.

- No es cosa de uno solo, Majestad.

El avión de la British llegó con la puntualidad que les caracteriza. Bond se alojó en el Palace, aunque el hospital está en la zona residencial de Valdebebas, bastante lejos del centro capitalino. Lo primero que hizo fue subir a un taxi, preguntarle al taxista qué sabía de su destino y, después, con una acreditación que le facilitó el consejero del ramo, deambular por el interior del centro con su preceptiva mascarilla, la suya de la exclusiva Mulberry. Ojeó el periódico en recepción, advirtiendo quién entraba y salía, fue a los servicios, entabló conversación en un castellano aceptable con varias enfermeras y, a la hora del aperitivo, mientras disfrutaba de una manzanilla en el restaurante El Perejil, recibió la llamada de una mujer a quien le había dejado su número de teléfono. Iba a tener lugar un almuerzo cerca de allí entre alguien y otros alguien. A partir de aquí, solo le quedó apostarse en las inmediaciones del establecimiento señalado y esperar, y después escuchar algo desde la barra y un seguimiento que le llevó por medio Madrid. Pero a las 21 horas, y ayudado por los servicios de la embajada británica, tenía sobre la cama de su habitación, en el Palace, fotos y documentos que señalaban, sin ninguna duda, a los autores del sabotaje hospitalario. Esa noche cenaba en casa de la presidenta, aunque también asistiría MAR. Después de prepararse él mismo su cóctel preferido, el Vesper -que lleva vermut Lillet, que él suministró de su secreta petaca- le entregó a la presidenta un sobre con una abultada documentación, ella lo abrió solo unos segundos, ojeándolo su asesor, y volvió a cerrar aquel envoltorio.

- Quiero brindar contigo, Bond. ¿Seguro que tienes prisa MAR?

Bartolomé de Argensola dio a la luz:

Por verte, Inés, ¿qué avaras celosías

no asaltaré? ¿Qué puertas,

qué canceles,

aunque las arme de candados

fieles

tu madre y de arcabuces las

espías?

Pero el seguirte en las

mañanas frías

de abril, cuando mostrarte al campo sueles,

bien que con los jardines y claveles

de tu rostro a la Aurora

desafías (…)