Opinión | 725 palabras

Reflexiones a oscuras

Se ha ido la luz, sin avisar, como siempre. La he llamado varias veces «luz, vuelve, luz vuelve...», pero no me ha escuchado, como siempre. Así, a oscuras, como estoy, acabo de tomar consciencia de que la primera realidad irrefutable del innombrable animálculo asesino fue que la mascarilla, previo a actuar como barrera anticontagio, ensordece severamente al prójimo. O sea, usted, amable leyente, se pone una mascarilla y yo, automáticamente, me vuelvo sordo.

La oscuridad se atreve con todo, incluso con desdecir a Machado. De hecho, la oscuridad total deja sin sentido filosófico a su proverbio «el ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas / es ojo porque te ve». Y, curiosamente, a la par y a contrario sensu, da luz al sentido de otro de sus proverbios: «busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y suele ser tu contrario». Salvado el miedo a lo desconocido, en situaciones de absoluta oscuridad serena, los ojos ven más allá de las sombras, que es donde vive la sabiduría. La sabiduría y las sombras nunca fueron buenas compañeras de piso.

La existencia individual de cada cual es una metáfora de sí misma, en la que el intérprete principal siempre termina siendo el personaje adoptado que elegimos ser. Posiblemente no todos veamos con claridad lo que acabo de afirmar, pero, en mi opinión, en síntesis, no somos más que el resultado de un amontonamiento primorosamente desordenado de consecutivas elecciones convergentes y divergentes, acordes y discordes, símiles y disímiles... libremente llevadas a cabo a lo largo y ancho del escenario vehicular de nuestra vida.

La perversa sistémica del entramado sociovital es una compleja obra de ingeniería chamarilera perfectamente ajustada y pensada para adocenarnos mediante la automatización de todos nuestros procesos internos, con la intención de mantenernos encarrilados per in sæcula sæculorum. Salvo las gloriosas y emocionantes excepciones que confirman al hombre, cada vida no es otra cosa que una apariencia disfrazada de verismo irrefutable que sucede a velocidad constante a razón de veinticuatro horas al día.

En situaciones de luminancia, el que escribe lo hace para que los ojos del lector lo escuchen, porque parte de la razón de ser de los ojos es escuchar la escritura, distinguir su tono, su ritmo, su cadencia, su tempo, su armonía... Lamentablemente, de un tiempo a esta parte y creciendo, los ojos más que escuchar las palabras escritas lo que hacen es rutinariamente oírlas desde la atalaya de la ajenidad, y, obviamente, con ello contribuyen a convertir toda la profundidad de la palabra escrita en un despreciable ruido perecedero.

Excepto para menesteres que residan en las lindes del ojeo televisivo, de la observación superficial, del atisbo apresurado, del curioseo cotilla, del escudriño chismoso, de la vislumbre correveidile, de la vigilancia alcahueta..., respecto del conocimiento y la comprensión del mundo a través de los ojos, lo más recomendable es mirarlo atentamente con ellos cerrados. Se trata de provocar la oscuridad serena suficiente que nos permita visualizar sin posibilidad de error los engañosos farolillos multicolores con los que la refinada y fementida ingeniería de los vendehúmos modernos que custodian e intoxican el sistema pretenden vendernos el burro anciano como el potro joven que nunca será. Para ver, lo que se dice ver, en su sentido más extenso, nuestro conocimiento exige que cerremos los ojos y tomemos contacto con la sustancia verdadera, que, en cada caso, solo se hace presente en la oscuridad amable en la que habita la serenidad.

Nada que ver, ni un attogramo de coincidencia, entre la oscuridad serena sobre la que reflexiono hoy con el concepto de «sombra», como arquetipo, sobre el que pivota buena parte de la psicología analítica de Jung. Independientemente de que la costumbre más inveterada es versear el claroscuro de la noche y el día identificando el amanecer con el renacimiento, desde las ciencias de la salud mental, encender la luz a menudo habla de huída, de miedo, de inseguridad... Y apagarla habla de reflexión, de silencio, de descanso, de concentración, de creatividad, de autoconsciencia, de paz interior... La luz cegadora nunca deja de serlo, la oscuridad serena termina devolviéndonos la mirada.

La luz ha vuelto. Evidentemente, sin avisar, como siempre, y de golpe, sin miramiento alguno, me ha arrancado del lecho de la oscuridad reflexiva que nos conforta a los hombres.

Da igual, porque la reflexión y la oscuridad serena siempre terminan volviendo.