Opinión | 725 palabras

Ay, el cariz...

Decía Oscar Wilde algo así como que él, a menudo, se reafirmaba en sus decisiones a base conversar consigo mismo y que tal práctica era una demostración de inteligencia

Las cosas y los casos son fuentes permanentes de enseñanza, tanto para bien, como para mal. Desde el «nada es verdad, ni es mentira...», de Ramón de Campoamor al calambur «oro parece, plata no es...» del vulgo, el lenguaje y el talante son vehículos de comunicación tan deíficos como diabólicos, ello dependiendo de las intenciones sanas o abyectas de los comunicantes.

Con su habitual tono afilado, decía Oscar Wilde algo así como que él, a menudo, se reafirmaba en sus decisiones a base conversar consigo mismo y que tal práctica era una demostración de inteligencia, hasta el punto de que no eran pocas las veces en las que ni él mismo se comprendía. Obviamente, tamaña afirmación nunca podría haber visto la luz en boca del tristemente señalado elenco profesional que dibuja la grey política de nuestra piel de toro y sus islas. El cariz, la pinta, el matiz... normalizado del cuatridimensional escenario en el que hacen agua las capacidades políticas ha tocado techo. A la torpeza ya no le queda espacio para ir más allá.

Los políticos y, por ende sus tonos, andan desvirtuando y disfrazando el escenario de la política patria y todas sus allegadas. Cada cual, con toda naturalidad y desparpajo, grupo a grupo e individuo a individuo, anda mostrando y demostrando su mal tono, su peor compás, su despreciable tempo iracundo y su magnificente ausencia de la mínima cortesía política exigible. La mala intención, llevada a hombros por la peor educación navajera, está normalizando las bajezas y embustes recíprocos que no representan al pueblo, a ningún pueblo de los envueltos desde el azul más oscuro al rojo más intenso del único Pantone imperante en nuestra Cámara Alta y nuestra Cámara Baja, ambas infinitamente faltas de la mínima altura de miras exigible para el ejercicio del rol que les corresponde. Mera cuestión de estilo, de mal estilo, quiero decir...

Aquello de vanitas vanitatum et omnia vanitas que nos legaron los clásicos es la manifiesta realidad de un momento histórico que está demostrando fehacientemente la razón del Principito cuando le contaba a Antoine de Saitnt-Exupéry que «para los vanidosos todos los demás hombres son admiradores». Angelitos míos, los estólidos vanidosos...

A lo largo de mi vida onírica, recurrentemente he tenido la oportunidad de creerme a pie juntillas que la estructura políticamente necesaria de nuestro país se erigía en el particular Oráculo de Delfos de España. Y, en todas la ocasiones, imaginé su pronaos luciendo la premisa de los siete sabios de Grecia «Conócete a ti mismo» (γ ), un pensamiento que voces autorizadas apuntan específicamente a Sócrates, que no era uno de los siete.

Transcurrido el tiempo, ya con la suficiente experiencia y perspectiva temporal, tanto en el sentido histórico como en el más cercano en el que están aflorando los deleznables espectáculos que dilucidan qué partido y qué parlamentario cumple mejor con los requisitos para erigirse en el más incompetente, el peor educado y el más deletéreamente falaz, me pregunto si ello sería posible y si lo ideal pudiera ser mandar a cada cual a sus casas para aprender a desaprender y reaprender empezando por la urbanidad y la cortesía política. Despreciable el espectáculo que los españoles, independientemente de las autonomías, no merecemos.

Carl Jung, brillante como siempre, como una poderosa herramienta para la comprensión del ser humano desde el plano psíquico, nos brindó un pensamiento que él lo apuntó como parte conformante de una ley. «Todo aquello que nos repele de los demás nos induce a la comprensión de nosotros mismos», dijo. Y yo, al calor del citado principio, me pregunto: ¿qué pensarán de sí mismos y de sus recientes y menos recientes actuaciones todos los implicados en el circo de la inoperancia política, vista ésta desde la educación y el respeto al adversario que corresponde a la política como un noble arte? Es más, directamente, sin rodeos, me pregunto: ¿Cabe la nobleza política en nuestro sistema? ¿Existe alguna probabilidad de que alguna vez sea posible?

Uy, acabo de fruncir el ceño y como por un golpe de viento, por pura evagación, a mi imaginación le ha dado un especie aire y ha perdido el compás.

En fin, regreso al título de este artículo desde la seguridad de que los milagros no vienen solos y que habida cuenta del cariz del asunto mejor no esperar nada, así que eso:

Ay, el cariz...