Opinión | De buena tinta

Motes

Miren que uno es jurista y tiene el cuerpo hecho a tragar con más de una pamplina normativa, pero el tema de la protección de datos se nos comienza a escapar de las manos que da gusto. No les quepa duda alguna de que, en todo foro, el personal involucrado se está viniendo más que arriba. Y es que, visto lo visto, cualquier episodio es susceptible de acontecer cuando, ya en el marco de una sala de vistas, preguntando al testigo si su nombre es fulano de tal, la respuesta ante el tribunal bien pudiera ser: «¿Ah?..., puede». Está pasando.

Pero claro, a pesar de tales escollos, la vida sigue abriéndose camino en «el ciclo sin fin que lo envuelve todo», y tanto la sociedad como el complejo engranaje del Leviatán administrativo no dejan de rotar y seguir en marcha. A fin de cuentas, no es tan importante la identidad como las circunstancias. Ya lo decía el Perales, que nunca preguntó su nombre: «¿Y cómo es él?». Tan es así que, buscando giros y circunloquios para no contravenir el sigilo normativo, también pudiera haber salas de espera de centros sanitarios donde, a cuenta de esta maraña innominable, ya no se convocara a la gente por su nombre para darles entrada, sino que, a voz en grito, el auxiliar de turno podría clamar ante la colectividad que aguarda: ¡que pase ahora la de los hongos y vaya preparándose el de las almorranas!

Con todo, bien es verdad que la solución pudiera estar, como casi siempre, en las fuentes antiguas y en el sabio acontecer histórico del que aún conservan memoria nuestros mayores. Es allí, en lo profundo, donde todavía guarda una especial posición de relevancia la realidad del mote a efectos identificativos. Aún recuerdo aquella trama que a mí se me contaba respecto de mi abuelo paterno, que en paz descanse, concejal que lo fue del pueblo en aquellos tiempos hoy difuminados, hombre respetado y de consenso: al parecer, un forastero se personó en la plaza del Ayuntamiento preguntando por él a golpe de nombre y apellidos frente a los rostros de insólito desconocimiento por parte de todos los parroquianos presentes, como si mi abuelo no existiera. Fue al rato, tras no pocos minutos de incertidumbre, cuando alguien cayó en la cuenta de que el visitante estaba preguntando por el Planchao, y entonces sí, todo el mundo supo dónde dirigirlo.

Quede dicho, además, que el mote, el apodo, no se elige sino que, cierto día, a cuenta de cualquier cosa y con pocos miramientos o ninguno, te lo encasquetan como si tu sombra fuera y hasta el día de tu muerte. Una vez maté a un gato y me llaman Matagatos, tal cual. Y así, por ejemplo, de un lugar lejano y de cuyo nombre no quiero acordarme por, precisamente, el tema de la protección de datos, me vienen a la memoria algunos apodos infelices, de índole más bien escatológica, y cuya implantación y origen no he tenido estómago de desentrañar, apodos tales como el Zorullo o la Mierda Seca. Los hay simplones y sin gracia, como la Pelos o el Barbas. Pero también clarividentes y grandiosos como el de aquel tipo que llamaban la Grieta porque padecía de cierta flojedad y soltura gaseosa en los mecanismos de control, apertura y cierre de ese epicentro anatómico donde nunca da el sol y que viene a ser identificado desde la lírica más circundante como el ojo que no tiene niña. O, cómo olvidar, el de aquella tipa, mi preferido, que, por tener la clara plana, en un inesperado y luminoso brote nominativo de simpleza y atino, la bautizaron como Sartenazo. De los años mozos del colegio, faltaría más, queda esa sana algarabía que conformaban el Moncho, el Nene o el Fisco. Y también el Matapapas, ¡qué grande!, porque en su pueblo, nos decía, tenía una mata de papas.

Y es que el mote, no lo olviden, llega a reyes y labradores, no hay quien se salve. No me queda más que invitarles a que indaguen en su historia y en el recuerdo para desescombrar su mote, quizá olvidado en estos tiempos modernos, y siempre, por supuesto, con el único deseo de hacerles sonreír por parte de éste que les escribe cada lunes y que no es otro que el nieto del Planchao.