Opinión | Tribuna

Radiografía del respeto

Muchos ciudadanos asistimos a diario al circo del hemiciclo, donde unos se ponen a parir y los otros contestan con artillería pesada, ora te insulto, ora te pongo como los trapos. Espérate que ahora voy yo, y se arremangan buscando bronca como la chusma más chusca. Entre tanto, los problemas persisten y se enquistan. Llega un momento en que el ciudadano, abducido, olvida completamente el asunto del debate y se centra en esa controversia pueril que recuerda a las de un patio de colegio. Unos pocos, los más críticos, se preguntan si el voto, antaño secreto, iba dirigido a aquel o aqueste inepto; la mayoría, me temo, entra al trapo y continúa el acto circense en la terraza del bar, en la calle o en las redes sociales. Esa falta de respeto, que exhiben nuestros políticos, se traslada a los ciudadanos de a pie.

¿Qué fueron de aquellos debates (ubi sunt?) colmados de inteligentes sutilezas e irónicos recovecos que, incluso, entrarían dentro de los manuales básicos de las buenas maneras y conducta?

Nunca sabremos aquello del huevo y la gallina: si los políticos son el reflejo de la sociedad o viceversa. En cualquier caso la falta de respeto, el menosprecio, el rencor, la prepotencia o la soberbia son marcas distintivas de la sociedad en general. Es muy difícil sustraerse a esa vorágine intolerante que te atrapa desde que te conectas al mundo virtual o enciendes el televisor. Incluso, el respeto se está sustituyendo por la tolerancia, lo cual se está convirtiendo en una meta. Habiendo llegado al terreno de la condescendencia parece que hubiésemos conseguido el culmen de la urbanidad, cuando realmente la estricta tolerancia encierra un alto de grado de falta de respeto, pues aguantas al contrario aunque no lo insultes. Ese ‘aguante’ es lo que, tarde o temprano, estalla; también la impostada indiferencia suele ser el germen de la eclosión brutal. Por ello, hay que ir más allá de la tolerancia y educar en el respeto, puesto que implica una relación de igual a igual y se basa en la empatía y en el amor al prójimo, aunque esto último les suene a muchos a aquello que no respetan.

Si la argumentación anterior la trasladamos a la vida ordinaria, contemplamos que, incluso fuera del ámbito ideológico o político, la gente tiende a una suerte de competición o rivalidad en muchos aspectos de la vida. Vecinos que no se hablan por visiones contrapuestas sobre un mismo asunto; alumnos/maestros que mantienen un pulso psicológico a lo largo del curso; familiares que ni siquiera se miran por los típicos problemas de herencias; padres y madres separados, que ni por el bienestar de sus hijos son capaces de hacer las paces; hijas, nietos, abuelos, primos, cuñados, nueras, yernos, suegros que se niegan el saludo, o viejos amigos que se saludan cortesmente y nada más, obviando aquellos maravillosos años de juventud y primando aquel malentendido o mal rollo que se ha ido agrandando como una bola de nieve, debido a nuestra falta de empatía, soberbia o nuestras permanentes ganas de estar siempre a la gresca con unos o con otros.

A estas alturas de mi vida, estoy llegando a la conclusión de que las sempiternas posturas no tienen por qué ser antagónicas: si escarbas en las teorías de Hobbes, siempre podemos hallar a Rousseau. Esto es, el hombre puede ser «homini lupus», sin embargo, si profundizamos un poco, podemos hacer que aflore la bondad humana, esa que muchos hemos eclipsado debido a nuestra manera de ser que imita esa discordia social que se extiende como un virus.

Cuando uno se aproxima al arrabal de la senectud y se van disolviendo los pliegues de la madurez, aquellos que avivaron nuestra juventud, se puede llegar a percibir las minucias que nos han impedido ser felices, se puede vislumbrar certeramente aquel abrazo que no dimos o el beso que rechazamos, aquella insidia cuajada de engañosas asechanzas o aquel rencor alimentado por nuestra inmundicia y nuestros prejuicios. Aquel brazo que no dimos a torcer y que procuramos tan solo retorcer al del contrario. Mostramos nuestro semblante circunspecto, recio y brusco, indignado por las maledicencias que tan solo sospechamos o fueron alimentadas por ingenuas yocastas o pringosos yagos, untados de maldad.

Hay que decir basta mucho antes de que el sol se ponga para siempre y nos quede el resquemor de lo que quisimos ser y no pudimos. Hay que dormir en paz y ser felices, aunque te quede todo el tiempo del mundo. Hay que respetar para ser respetado y no mirarte tanto el ombligo. Tienes que amar para ser amado. Llegado a este punto, si el mundo no te responde piensa que el que está fallando puedes ser tú; sin embargo si has claudicado en más de una ocasión o te has ofrecido incondicionalmente siendo rechazado, procura seguir tu camino, no olvides que todos tenemos cierta dignidad, tampoco hay que poner la otra mejilla constantemente.