Opinión | 725 palabras

Ay, el éxito...

Sandra Sánchez, medalla de oro en kárate en Tokio 2020

Sandra Sánchez, medalla de oro en kárate en Tokio 2020 / EFE

Con cada olimpiada se me despierta la misma cuestión desde hace ojú de tiempo. Conste que «ojú» es más que mucho, aunque la RAE aún no de fe de ello. Tiempo al tiempo... Con cada olimpiada algo se remueve en mi interior que me impulsa a desempolvar mi lanza, mi adarga y mi recompuesta celada, y a despertar a mi rocín flaco y a mi galgo corredor, y a echarme al monte del conocimiento peripatético para volver a lo de cada vez tras cada olimpiada: lo importante no es llegar, lo importante es el viaje.

Aludo a los peripatéticos porque parte de su mismidad consistía en ir transitando llegadas a base de caminar por los jardines del templo de Apolo mientras crecían de fuera adentro y viceversa, sin más meta que la de ambular avanzando por el conocimiento paso a paso. Lo importante del viaje ni era ni es llegar, sino viajar conscientemente el trayecto. En realidad, llegar no es más que estar de paso por una casa de postas de las del círculo de la vida.

Por abundar en lo expuesto mediante nombres y apellidos, Sandra Sánchez, nuestra flamante presea de oro en karate en la modalidad de katas, es un ejemplo del éxito por la valía. En contraste con ella, míster Trump fue la imagen del éxito por la sociopatía. Si don Donald hubiera gozado de las capacidades de doña Sandra, algunos «acuerdos» habrían sido el resultado de muchos huesos rotos durante su permanencia en el trono del vigía de occidente. Demencial el sistema, oye...

–¡Ven-aca-pa-ca, gilipollas...!

Y como resultado de ello, todos habríamos presenciado cómo el mismísimo Dios, en persona, entraba por la puerta de urgencias de traumatología del hospital más próximo, con roturas hasta en lo más profundo del fondo su alma. Cosas mías, quizá...

Victoria, triunfo, fama, popularidad, gloria, logro, notoriedad... son los sinónimos del concepto éxito que se me ocurren en este momento, y ninguno es sinónimo de valía. Y es justo ahí donde mora la madre del cordero.

¿Cuántos jóvenes ilusionados, después de cuatro años de facultad y dos de máster, dentro de un mes, mientras caminan orgullosos de vuelta a casa tras haberse dado de alta en el correspondiente colegio profesional, no andarán preguntándole al negociado interno de sus propios miedos ¿y ahora qué, jefe...?

En general, salvando algunas dignísimas excepciones, las certificaciones normalizadas de conocimientos y capacidades de las facultades universitarias son más una autodación de fe del éxito de un programa que de la verdadera valía de cada individuo, que, afortunadamente, a veces llega a posteriori de la formación, e infortunadamente hay veces que no llega nunca. Cosas veredes, Nicomedes...

Hoy, mi cuestionamiento del éxito en el sentido individual tiene tintes de opaca tristeza, que se vuelve cristalina cuando la cuestión se eleva a los grupos de interés común en los que el interés es intrínsecamente común a sus partidarios. Sí, me refiero a la realidad política en la que la verdad no existe más allá del rutinariamente cambiante ideario de cada formación, que, casualmente, es cuasi inconciliable con el resto de las formaciones. La política moderna vista con los instrumentos de mirar a los que no escapa nada, es una farsa, un teatrillo, una sombra, una ficción con malas artes en la que nada es verdad ni es mentira... Ya sabe amable leyente, lo de Calderón y Campoamor mezclado y desleído en un peligroso cóctel adredemente mal interpretado.

Cada vez que mi consciencia me recuerda que lo blanco es negro y viceversa en el ortopédicamente mirificado decálogo de todos los grupos de salvadores del pueblo, Einstein comparece para con rotundidad recordarme que «la lógica puede llevarnos de la a a la zeta y que la imaginación nos lleva a cualquier sitio». Más o menos tal que así es la esencia de la idea de don Albert a la que las tribus políticas parecen haberse adscrito ad infinitum, por aquello de que la propuesta de don Albert es tan universal que da bula a la imaginación para ser aplicada en cualquier sentido. Hasta en el más engañoso.

Políticamente la valía tiene un interés residual, porque la valía no da votos... Así empezó el asunto y así un día el mundo se encontró con don Donald a la puerta de la carpa de su esperpéntico circo imbuyéndole ideas al respetable:

¡Señoras y señores, pasen y vean...!