Opinión | El contrapunto

Poemas de una floración tardía

Hoy hace nueve días que abrí ese libro, ‘Late Blooming Poems’, consagrado a aquella inesperada y deslumbrante colección de poemas. Con emoción y respeto. Su autora era nuestra portentosa amiga norteamericana de toda la vida, Suzanne Williams. Por lo tanto, hoy hace diez días de la llegada de ese generoso regalo navideño. En mi pueblo, Marbella, en una diamantina mañana de la víspera del día de los Reyes Magos. Eso sí. Algo fría y cortante. El cartero lo había depositado en nuestro buzón el día anterior. Seguramente Malcolm Williams, el marido de Suzanne, también mi buen amigo y fraternal maestro, lo habría llevado a la oficina de correos de Saint Michaels, en el Estado de Maryland. Ese pequeño paraíso en el otro lado del Atlántico. Según la máquina de franquear, salió el 15 de diciembre del 2021. Le cobraron 5.81 dólares. En estos tiempos, tan sombríos y amenazadores, el envío en sí no dejaba de ser un pequeño milagro, tan cálido como reconfortante.

Una vez iniciada la exploración y lectura de ‘Late Blooming Poems’, me di cuenta de que tenía en mis manos una obra maestra. Las palabras y las emociones que desgranaban esos poemas, en rotundo estado de gracia, eran lo mejor que he leído desde hace bastante tiempo. Por lo menos, si mi memoria no me falla, desde mi encuentro con los inolvidables ‘Collected Poems (1953-1993)’ de otro norteamericano, John Updike.

Portada de 'Late Blooming Poems'.

Portada de 'Late Blooming Poems'. / L. O.

Suzanne Williams, amable y sabia, nos lo contaba en una breve (y casi humilde) pincelada biográfica sobre sus jardines secretos, con la que inicia su libro, ya sagrado: «Cuando era una niña, a través de la lectura me introduje en El Jardín Secreto. Yo saltaba, furtiva, la valla del jardín de la casa de al lado. Allí me encontraba con mi vecina, que era también mi mejor amiga. Aquella misteriosa viuda sabía que nosotras cogíamos sus rosas. Nos invitaba a tomar el té, asombrándonos con sus exóticas historias…». Suzanne después nos aclara que en su infancia su libro favorito fue ‘El Jardín Secreto’ de Frances Hodgson Bennett.

Confieso que ha sido un placer el poder traducir esta nota autobiográfica de la autora, tal como aparece en la última página de su libro: «Mis padres fueron unos Flautistas de Hamelín. Me subieron a unos maravillosos y mundanos tíovivos. Los estudios en el extranjero, en España, durante la dictadura de Franco y los viajes por Europa dejaron unas huellas imborrables. Mis intereses, convergentes, por la historia, las relaciones internacionales, los idiomas, la música clásica y la horticultura, me hicieron emprender rumbos muy diversos. Mi matrimonio con un galés aportó un legado de tal riqueza que éste representó un importante valor añadido en mi educación y en la de mis hijos. También en los tiempos difíciles: para la familia, la salud, el trabajo, en las dolorosas pérdidas, encontraría el consuelo en el instinto que me llevaba al jardín que es la Madre Tierra».

Yo era ya un buen amigo de Malcolm D. Williams antes de conocer a Susana, su esposa. Malcolm, del que he escrito en estas páginas de La Opinión de Málaga tantas veces, ejercía como un ilustre diplomático británico, afincado en Nueva York, cuando ella lo conoció. El padre de Suzanne, Robert F. Warner, fue un personaje indispensable en el mundo de los grandes hoteles de este planeta. En los años cincuenta fundó la que sería una gran empresa internacional de representación de grandes hoteles. Desde sus oficinas del Rockefeller Center neoyorquino, alcanzaron unos niveles de excelencia que siguen siendo insuperables. Don Roberto, como le llamaban sus numerosos amigos de habla hispana, le ofreció a Malcolm, su futuro yerno, el puesto de vicepresidente de su empresa. Fue una sapientísima decisión.

A partir de los comienzos de los años setenta, este servidor de ustedes y su familia conocieron muy bien al matrimonio Williams y a sus hijos. Con el paso del tiempo se convirtieron en unos muy buenos amigos. Jamás olvidaremos nuestra llegada a aquella versión de Camelot que ennoblecía aquel rincón del Estado de Nueva York: la casa - siempre mágica - de Suzanne y Malcolm, engarzada en aquellos frondosos bosques de Ardsley-on-Hudson. Los que fueron tan amados por el gran Washington Irving, siempre un fiel enamorado de España. A la que siempre evocó en su corazón, desde aquellas tierras prodigiosas, en las que está enterrado y donde divisaba aquel río inmenso. El majestuoso Hudson. Que al final se uniría, ya río abajo, al padre océano, en la ciudad de Nueva York.