Opinión | El contrapunto

The Royal Couple

El mítico hotel Savoy.

El mítico hotel Savoy. / L. O.

Ya hace tiempo que mi mujer y yo fuimos invitados a pasar unos días inolvidables en la casa solariega de unos buenos amigos británicos, afincados en el sur de Inglaterra. Ellos también venían de vez en cuando a vernos a nuestra casa de la costa malagueña. La verdad es que siempre se sentían bien en España. Nosotros también en Dorset. Era ése un lugar tan espectacular como apacible. El marco perfecto de una muy hermosa casa de campo de piedra gris, en un rincón mágico de la campiña de Dorset. No muy lejos del lugar donde vivió el gran Thomas Hardy.

Confieso que los admirábamos. No en vano estos amigos podían presumir de haber pasado una gran parte de su vida estrechamente vinculados a tres míticos hoteles londinenses. Judith trabajó en el Savoy. Y Julian, su marido, en el Dorchester y en el Ritz londinense. Yo les llamaba la ‘Royal Couple’, la Pareja Real. Mi mujer y yo somos muy afortunados por ser sus amigos desde hace muchos, muchos años.

Un hotel es tan bueno como aquellas personas que trabajan en él. Se ha dicho miles de veces y es verdad. Nuestra amiga era parte de la historia del Savoy, uno de los más prestigiosos hoteles de este pundonoroso planeta. Y por supuesto el Savoy había sido también parte de la historia y de la vida de Judith. Como los legendarios Dorchester y el Ritz londinense lo habían sido de la de Julian, su marido, también un prestigioso hotelero.

En honor a la verdad, inicialmente aquella historia empezó hace mucho tiempo. En realidad en 1242, cuando el Rey Enrique III le regaló al conde Pedro de Saboya, el tío de su mujer y Reina Consorte, Leonor de Provenza, una importante extensión de terreno junto al río Támesis. No muy lejos de la Torre de Londres, a mitad de camino entre lo que es hoy Mayfair y la City. Allí construyó el conde un hermoso palacio que rápidamente ganó cierta fama entre la realeza y los nobles de la Europa medieval. El palacio fue destruido durante la Revuelta de los Campesinos. En 1509 el Rey Enrique VII dispuso que se construyera en aquel lugar un hospital para atender a los más necesitados. El hospicio se convirtió con el paso del tiempo en una auténtica pesadilla. Y la Reina Ana decidió un día sentenciarlo con la demolición. En 1881, un joven y brillante empresario, el famoso Richard D’Oyly Carte, conocido como el rey del mundo del espectáculo, decidió construir un teatro en aquel lugar. En honor del primer propietario de aquellos terrenos, aquel conde extranjero, Peter of Savoy, tío de la Reina Leonor, lo llamó el Savoy Theatre. Después de un viaje a Estados Unidos, D’Oyly Carte pensó que no sería una mala idea el levantar allí también un gran hotel, tan lujoso y espectacular como los que había visto en sus estancias en Nueva York.

Estimulado e impulsado por las más atrevidas expectativas, en 1884 el joven empresario empezó a construir el Hotel Savoy, un impresionante gran Palace de siete pisos. Algunos londinenses lo llamaron la octava maravilla del mundo. El hotel ofrecería lo mejor del refinamiento y los progresos de la época, además de deslumbrantes obras de arte, generalmente valiosísimas, unidas estas últimas a los más atrevidos adelantos de la técnica moderna. Como aquellos espectaculares ascensores hidráulicos. O la iluminación con electricidad. Y lo que era una innovación sin precedentes. Ni siquiera en América habían visto nada parecido. La mayoría de las habitaciones tendrían un cuarto de baño privado. Dotado de ilimitada agua corriente, fría y caliente, emanando majestuosa desde sus relucientes grifos. Además de un sistema de interfono para llamar al ‘valet de chambre’. Y no se escatimarían los más tentadores recursos para conseguir para el Savoy la sabiduría y el buen hacer de los mejores cocineros de aquellos tiempos.

Gradualmente, algunos de los grandes maestros de Europa fueron contratados para las cocinas del Savoy. Pero la alta sociedad londinense no parecía al principio muy interesada en el restaurante del hotel, aunque sin duda era probable que estaba destinado a ser uno de los mejor equipados del mundo. Había un problema. La nobleza y la clase dirigente británica consideraba que el ir a cenar o a almorzar a un hotel era algo que se podía considerar solamente cuando no hubiera otra alternativa en muchas millas a la redonda. Además no se consideraba de buen tono el invitar a una cena elegante en un lugar público.

Desesperado ante este problema, D’Oyly Carte encontró la solución: unos meses antes de la inauguración del Savoy, en el verano de 1886. Mientras tomaba las aguas en Baden-Baden, en la Selva Negra alemana. Allí conoció a un joven y atrevido hotelero suizo, César Ritz, lanzado ya a una carrera meteórica que finalmente le convertiría en el Rey de los Hoteleros y el Hotelero de los Reyes.

Finalmente el maestro Ritz aceptó ser el director del Restaurante del Savoy. Cuatro meses después, el 21 de diciembre de 1889, le nombraron director general del hotel. D’Oyly Carte había acertado. El gran maestro suizo, el legendario César Ritz, cambió el mapa social londinense. Empleó dos armas secretas. Poderosísimas ambas. El patronazgo del Príncipe de Gales, el futuro Rey Eduardo VII y la influencia del genio del gran Auguste Escoffier, uno de los más grandes maestros de la cocina francesa de todos los tiempos, apóstol de la Grande Cuisine por excelencia. De pronto todo el gran mundo deseaba ser visto en el Savoy. Cenando, almorzando, o tomando el té en sus salones o simplemente bailando. Porque Ritz sabía que su gran cocina, con el apoyo de una de las más las grandes bodegas de Europa, tendrían un aliado en el que nadie había pensado. La música. Bailar el vals durante la cena fue otro de los inventos irresistibles de Ritz, que llegó a contratar a Johann Strauss para amenizar las ‘soirées’ siempre elegantes del Savoy.

La llegada de Eduardo VII al trono británico consagró a una Inglaterra menos encorsetada. Y ya en Londres, la capital del Imperio, todo parecía girar alrededor del Savoy y los otros grandes hoteles de la ciudad. Fueron tiempos dorados, en los que se acuñó aquel nombre de la Belle Époque para definirlos. Después vendrían días oscuros y turbulentos. De la mano de dos guerras mundiales, tan crueles como terribles. Las que a su vez cederían el paso, a un siniestro, extraño y desconcertante mundo nuevo.

No obstante, el Savoy siguió sereno en su augusta navegación. Como tantos personajes del mundo entero, que siempre le fueron fieles, el hotel también se mantuvo fiel a sus principios. Como aquellos pequeños ejemplos. Recuerdo que en la Recepción estaba terminantemente prohibido el ofrecer un bolígrafo a un cliente para que firmara en el libro de los huéspedes. Sólo se permitían unas plumas estilográficas fabricadas especialmente para el Savoy.

He tenido grandes amigos que han sido parte de las maravillosas historias del Savoy, del Ritz y o del Dorchester. Siempre aprendí de ellos. Mucho. Para mí el conocerlos fue siempre un grato privilegio. Y gracias a todos ellos he podido intentar acercarme a las claves secretas de un gran hotel. Confieso que parte de esos secretos los pude intuir en aquellas tardes, entre los rústicos encantos de aquella casa de Dorset, tomando una copa de Jerez español en aquel jardín encantado, mientras el viento nos traía el sonido de las campanas de la vieja iglesia normanda que todavía domina aquel lugar mágico. Pero el intentar describir ese secreto quedaría fuera del espacio de esta brevísima crónica, que ya tiene que intentar abordar lo imposible. El encapsular un extremadamente complejo y cautivador universo en los confines de un par de folios.