Opinión | Mis días marinos

Y llegó la primavera

Y llegó la primavera

Y llegó la primavera / Mariano Vergara

Turbia, desértica, ventosa e intensamente lluviosa amaneció la primavera. En nada parecida a la que cantaba Serrat cuando éramos jóvenes en tiempos lejanos. Ni se ha adelantado al veinte de marzo, ni ha llegado cantando con la belleza en bandolera, ni han nacido amapolas, ni traía pájaros en las manos, excepto las intrusas cotorras. Los senderos no se han cubierto de hierba, esa a la que me sabe tu nombre, aquella con la que Walt Whitman se cantaba y celebraba a sí mismo, como muestra de la Creación, aunque en las ramas secas de los árboles empiezan a nacer pequeños brotes verdes, discretos, tímidos aún. Como a escondidas. Aún no ha llegado el esplendor en la hierba, ni la gloria de las flores. Pero tras tantos días suciamente enrojecidos de extraña arena, el cielo aparece esta mañana como el manto de La Anunciación de Fray Angélico, en el azul profundo y limpio del viento del oeste, apenas interrumpido por algunas nubes rosas como pintadas por Tiépolo en los techos del salón del trono del Palacio Real de Madrid. La naturaleza se renueva y se pule y se limpia sola en su eterno cambio, en su fluir espontáneo de olas de levante, que después se convierten en algo parecido al lago de Como, los cielos terrosos se vuelven azules, los vientos se calman y la tempestad amaina y el eco del trueno que sigue al relámpago desaparece en la inmensidad de un firmamento que pronto entrará nuevamente en cólera. La vida se renueva en su propia grandeza, mientras el hombre se regodea en su inútil soberbia. La vida siempre recomenzada, como el mar, mientras los cielos cuentan la gloria de Dios, que cantaba el rey David en el salmo 19 hace tres mil años. Y aunque tarde, pronto los campos se cubrirán de verde trigo y en los jardines volverán a crecer las rosas, que ni Salomón en toda su gloria se vistió como ellas. Isabel de Inglaterra sí ha estado a punto de igualarlas impasiblemente con sus estallantes amarillos y sus voraces rojos.

Las fachadas de la ciudad se han vuelto marrones, o rojizas, o de ese absurdo y ajeno color llamado albero, dependiendo de la hora y de la luz. Málaga recuerda estos días al incierto Tombuctú, o al legendario Jartum, con su eterno aire cairota de cables, postes abandonados, marquesinas oxidadas, baches, obras sempiternas y extrañas pérgolas, que recuerdan a cadalsos para ahorcados de un cuadro de Brueghel el Viejo, porque ya hemos olvidado, a pesar del ecologismo, que existen seres vivos llamados árboles. Una pasta arcillosa cubre aceras y calles, que en una labor extenuante e inútil resulta casi imposible hacer desaparecer. El barro se ha vuelto un leal acompañante y pasear en estos días es una aventura hacia el traumatólogo. Y mientras, la vida sigue igual, como cantaba Julio Iglesias hace cien años por lo menos. Grandes tribunas como el Arengario de Mussolini llenan calles y plazas en un sin sentido que dura ya varias oleadas de covid y pronto veremos a los tronos en una ida y venida circular, como los trenes de juguete antiguos, o mejor, como un Scalextric, que los niños de hoy desconocen, ocupados en derribar digitalmente monstruos y monigotes estúpidos, mientras ignoran qué cosa extraña puedan ser la Filosofía, o la Historia. Aunque conocen perfectamente la educación para la ciudadanía, a pesar del impenitente machaqueo en contra a que los someten las varias cadenas de televisión escatológicas, propiedad de Berlusconi, ese delincuente del «bunga, bunga» Sí, conocen la Educación para la Ciudadanía, que al parecer tampoco les sirve para nada, dado el aspecto cochambroso, propio de lindos gorrinos, en el que suelen dejar esas concentraciones de hordas en que hoy consiste un llamado concierto, o la retirada de las playas a la caída de la tardes de domingo en verano. En esto último colaboran sus padres con verdadero entusiasmo escombrero.

En el mundo, Sánchez continúa acumulando inflación y horas de vuelo, Biden dice lo primero que se le viene a la cabeza - es un decir - Boris Johnson en un constante party parece tener por el alcohol la misma afición que Churchill, pero en idiota, Macron juega sin parar a ser Napoleón, cosa en general muy francesa y el nuevo canciller alemán, cuyo nombre aún no he conseguido retener, parece ser un hombre inteligente y haber aprendido rápido que la tontería de confundir la paz con el «leña al mono» impasible el ademán, no es más que eso, una idiotez, sobre todo en el caso alemán que encima está financiando la salvaje agresión de Putin a Ucrania, porque si el sátrapa moscovita les corta el gas, tendrían que talar la Selva Negra para al menos calentarse y freír unas salchichas. Y todos ellos grandes aficionados al juego de «Vamos a contar mentiras, tralará», cuyo record olímpico no está muy claro de quién es el titular. Aunque nosotros, que para algo somos españoles, estamos seguros de que el record es nuestro. Vamos, suyo. Y la destrucción o simple anulación de la tradición también es suya. En este constante rodillo que consiste en laminar nuestra forma de vivir, en aras de una presunta modernidad laica, fluida, inane, incolora, indolora e insípida.

Poco a poco va cayendo la tarde y en unos días la ciudad estará inmersa en la Semana Santa, que ni dos años de carencia, ni el desquite exagerado e insaciable de los cofrades en los últimos meses, intentando recuperar los tronos perdidos y el lucro cesante en un continuo conmemorar efemérides más o menos inventadas , o traídas a colación sin venir a cuento, ni Magna tras Magna, ni vía crucis tras vía crucis, han conseguido acabar con la afición, a pesar del empalago que la sobreabundancia provoca hasta en los más hambrientos estómagos. Pronto empezará el goteo de los traslados y es cierto que empezará a oler a cera, entre los últimos estertores del azahar agonizante. Y volverá el turismo anhelante, aunque no entiendan ni una palabra de lo que ven, ni de lo que se conmemora. Y seguirá bajando el índice de asistencia y el número de hombres de trono, porque lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible. Porque los jóvenes sin bautizar, sin saber quién fue Cristo, sin conocer el Misterio y la Trascendencia, sin saber nada de historia, ni geografía, ni filosofía, ni religión con las que poder comprender una representación teatral en la calle en la que se aúnan la ópera, el incienso, el terciopelo, los palios y las cruces, la fe y las campanas, el hoy y el ayer, no pueden sentir deseos de cargar con un trono y encima pagar. Y seguirán las luchas miserables entre facciones capillitas y las zancadillas y el arribismo y el trepar de personajillos que sueñan con ser hermano mayor de lo que sea y aparecer con un bastón plateado, aunque sea un rato, mientras un ejército convertido en ONG, o troupe circense, realiza por las calles juegos malabares con las mismas armas que en el extremo opuesto de Europa sirven para algo tan ajeno a este país como defender la patria. Y poco ayuda también una Iglesia, convertida en otra ONG, que habla del clima, pero muy poco de si por encima del cielo hay algo más que nubes. Porque si todo esto es así, la Semana Santa morirá más pronto de lo que muchos creen, aunque todavía quede quien se emocione con el vuelo blanco de una túnica cautiva, o el agonizante paso de una cruz por calle San Agustín entre nubes de incienso, o la esbelta elegancia de los tricornios también expirantes, o la trompetería que suele acompañar a los que gozan de una buena muerte y los escasos pétalos que caen al paso de una verde nave de esperanza, o el juego de sombras que produce el más grandioso catafalco que soñar se pueda contra las gradas del teatro romano, entre los volúmenes cúbicos blancos del Picasso y los mismos cubos en piedra de la Alcazaba, transportando la imagen de un Dios muerto. Como una representación teatral que ni la Arena de Verona, ni las termas de Caracalla pueden igualar. El gran teatro del mundo.

Lo que no es teatro sino realidad pura y dura es la muerte, la sangre, la destrucción, el terror, el exilio, los bombardeos, los ojos de los muertos de veinte años, los niños reventados por la metralla, las sirenas, las explosiones, los palacios y teatros que se derrumban, el olor a cadáveres y carne quemada, los hogares derrumbados, el humo negro de las ruinas ardiendo, la injusticia de un pueblo masacrado por la soberbia, la egolatría, la ambición de poder, el ansia de mandar y sojuzgar, el creerse eterno e imprescindible, la indecencia escenificada en un rostro impasible en una mueca diabólica, todo eso es la realidad del mundo que vivimos, o morimos y que tanto parece gustarnos.

Desayuno solo en una cafetería. Oficinistas aburridos, secretarias que ríen al compás de pitufos de pan integral, un grupo de jubilados que hablan de pensiones, adolescentes aislados en el móvil, olor a pan tostado y espuma de café. A pesar de todo, el Primer Mundo. Dos grandes pantallas de televisión en silencio muestran imágenes terroríficas de la guerra en Ucrania. Nadie repara en ellas. Asistimos impasibles al espanto.

- «Perdone caballero, ¿azúcar o sacarina?».

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