Opinión | 725 PALABRAS

La soportable gravedad del no ser

Suena a Milan Kundera, «lo sé, Juan, lo sé, », que diría mi amiga Raquel, pero no tiene nada que ver con él. Me refiero al título con el que he bautizado a este ejercicio juntaletras que cualquiera estaríamos tentados de hermanar con «La insoportable levedad del ser», del checo más universal, con el permiso de Kafka, naturalmente. Curioso: Kafka, el más universal de los bohemios murió sin saber que, calzador de la historia mediante, él terminaría siendo un checo universal. El soportable «no ser» al que alude el título no es más que un bastón filosófico-psicológico mientras encuentro la línea escribana que me lleve hasta la palabra setecientos veinticinco de hoy.

El mundo en que nacemos es un carricoche maravillosamente imperfecto gracias a nosotros, sesudos chóferes y choferesas maravillosamente imperfectos que pareciere que aspiramos a amortajar la vida con nosotros dentro. La educación, como parte primordial del sistema, nos adoctrina para desapegarnos de nuestras esencias y para apegarnos prójimo a prójimo a las del propio sistema, esa fábrica de neurosis de alta graduación envejecida en los ancestrales barriles del despropósito del sapiens. El bien común de la tribu desdibuja y despersonaliza al individuo para «socializarlo por su bien».

–Nene, piensa y actúa a favor de tu prójimo, incluso a pesar de ti.

–Gracias, don Manuel –contestaba yo mientras me inclinaba para besar la mano multipolar con la que unas veces me advertía, otras me reprendía, otras me acogotaba y otras me acariciaba la rodilla.

Siéndome el mundo aún ajeno aprendí a salvar mi inapetencia comiendo «por papá», «por la yaya», «por el tito», «para que el hombre del saco no me llevara»... Y hasta por el criminal principio despersonalizante de «y si no, nadie te querrá...». Sin ganas, comí para que medio mundo me quisiera los días pares y para que el otro medio me quisiera los días impares. Mi necesidad de amor era insaciable y durante años comí por todo el mundo, excepto por mí... Un minitrayecto vital más tarde también aprendí a comer «por el rey mago más débil, el rey negro», recuerdo. El barbicano señor obeso-mórbido vestido de rojo no formaba aún parte de las armas disuasorias de todo el ejercito «amoroso» que me protegía a su manera.

Los esquejes de la plantación de neurosis fueron creciendo y yo fui convirtiéndome en el perfecto ser tribal que agradaba al respetable mientras ensayaba para ser el modelo de referencia para el mundo mundial, siempre a costa de prescindir de la felicidad natural del contacto con mi «yo mismo» con el que llegué al mundo, como le había ocurrido a toda mi estirpe desde el principio de los tiempos.

Entre tanto, don Manuel fue llamado a filas y terminó alistándose a la muerte, pero ¡por Dios, sin cantar el himno legionario, ni ennoviarse con ella...! Don Jorge, que fue el sustituto de don Manuel, insistió en el mantra, con menos bonhomía en su tono, y sin ninguna en su armonía. Todas las obras de don Jorge estaban escritas en clave de sí mayor. Es decir, en clave de «sí o sí, esto es lo que hay y aténgase a ello sin cuestionar mi autoridad». El mantra mirificador del magisterio de don Jorge era corto, pero intenso:

–Señor Martín, piense y actúe a favor de su prójimo, incluso a pesar de usted –El señor Martín de entonces que tenía once años; doce, como mucho, en síntesis, era el campeón del mundo del amor al prójimo para acaparar su atención. Aquel señor Martín, que nunca habría alcanzado la nota de corte para amarse a sí mismo y que petit-à-petit me fue trayendo hasta hoy, soportaba la gravedad del «no ser» mediante el sagrado oxímoron de la «gustosa disciplina» del mejor soldado. Y, de aquellas lluvias, aunque poco ya, algún lodo queda...

Las neuronas, en general, tan maltraídas y mal llevadas en nuestros días, en aquellos tiempos deambulaban sin rumbo en el perfecto jardín desorganizado en que florecían nuestros instintos, nuestros juicios/pensamientos y nuestras emociones. Aquellas neuronas primigenias fundamentaban tópicos y constructos mentales encorsetados con mensajes absurdos del calado de «busco media naranja para componer una naranja completa». Curiosamente, nadie añadió nunca la muletilla «absténganse mandarinas, naranjas amargas y limones de Australia».

A la larga, nada más neurotizante que una media naranja postiza bañada en jarabe de esperanza eterna sobre fondo de emparejamiento indisoluble.

¿O sí...?

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