Opinión | Barraca y Tangana

La última

A veces pienso que solo salgo de casa para que me pasen cosas que luego pueda contar en esta columnita

Campo municipal de fútbol Josep Seguer

Campo municipal de fútbol Josep Seguer

Estaba medio tumbado en la camilla, con el fisio palpando mi tobillo, y de pronto sentí algo que ya pensaba que había perdido. Fue similar a escuchar de nuevo la melodía de la canción favorita de la infancia, o a oler la tierra mojada y pensar que así olía exactamente la calle al salir del instituto en otoño, la calle y la vida.

Estaba medio tumbado en la camilla, escuchando al fisio decir «esguince de grado uno», primero, y «ligamento lateral interno», luego, y «ligamento lateral externo», también, observando cómo el hombre forzaba los giros en la articulación y me preguntaba si aquello dolía, y mientras tanto crecía en mí no tanto el dolor sino una estúpida alegría. Era una felicidad sencilla y tibia. Estaba feliz porque me sentía futbolista.

Me estaba sintiendo futbolista como aquel poeta noruego -creo- que también se lesionó y lo convirtió después en poesía. Es un trazo bonito del fútbol: puede sentir lo mismo un poeta noruego -creo- que Enrique Ballester, quién lo diría. Me estaba sintiendo futbolista, como antes, al menos hasta que levantaba la vista y me veía en el espejo de la clínica. Entonces veía a un viejo, o sea yo, eso era lo que veía. Un viejo postrado explicando una noticia. Que había ido a jugar un partidito a Madrid con la selección española de escritores, llamada La Cervantina, eso decía. Que tenía que recuperarme pronto porque jugamos contra Alemania en Frankfurt en apenas diez días. Que en la primera jugada del partido hice algo bastante inusual -ayudar en defensa- y recuperé una pelota de una forma muy mía, con un solo toque, amagando con ir, dejándola correr y pasándola de tacón con una sonrisita. Que ya se puede afirmar que no haber pedido el cambio justo entonces, para abandonar el fútbol en todo lo alto, es el mayor error mi carrera, una enorme oportunidad perdida.

Que seguí en el campo y me lesioné enseguida. Que pisé mal y se me fue el tobillo, y seguí jugando, aunque dolía. Que quizá seguí jugando por lo mismo, porque me sentía futbolista, porque cuántas pachangas nos quedan por jugar a partir de cierta edad, a partir de la mía. Porque los que juegan por rutina todavía son fuertes y jóvenes y todo esto ni lo imaginan, pero un día echarán de menos hasta las camillas.

Cuando por la noche se hinchó el tobillo y no podía rozarlo con nada, enseguida pensé: «estoy acabado, pero esto tiene pinta de material para la columnita». Cuando tuve que reptar por la habitación del hotel, porque no podía ni andar, y me vi reflejado en la puerta del baño, pensé lo mismo: «soy patético, pero esto tiene pinta de material para la columnita». Y cuando llegué en taxi a la puerta del Instituto Cervantes, ya por la tarde, y el taxi se detuvo y los de atrás empezaron a pitar y a insultar mientras crecía el atasco, y solo se cortaron un poco cuando me vieron salir con muletas y el taxista se encaró con ellos, pensé lo mismo: «igual me pegan ahora, porque voy muy lento cruzando la calle, pero si me pegan mejoraría bastante la columnita».

A veces pienso que solo salgo de casa para que me pasen cosas que luego pueda contar en esta columnita. Casi siempre pienso también que la siguiente pachanga va a ser la última, y cada vez está más cerca ese día. El último caño, la última pared y el último control orientado. El último ‘toco y me voy’, el último ‘solo’ y el último gol. La última pachanga, la tuya y la mía. Algo se romperá ese día.

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