EL CONTRAPUNTO

La frontera

Soldados vigilan una frontera a través de unos prismáticos.

Soldados vigilan una frontera a través de unos prismáticos. / L. O.

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

Aquello ocurrió a mediados del otoño de 1973. En el antiguo Berlín. Recuerdo que allí había dejado atrás algo que al final podría ser otro símbolo de la banalización del mal, blindado por la inercia de su propia estupidez. Aquel muro siniestro que dividía con un interminable bisturí de cemento el corazón de aquella gran ciudad, donde llevaba ya años instalado. Obviamente con la intención de fosilizarse en su propia y violenta mentira.

Después de unos días de trabajo en la que fuera la antigua capital imperial alemana, decidí regresar por tren al otro lado. A la hospitalaria Hannover, en la República Federal Alemana. De alguna forma, el viaje de ida a Berlín desde Frankfurt, en un vuelo de la British European Airways, me había desconcertado. Todo había sido tan rápido como amable y civilizado. Esperaba otra cosa, más en consonancia con la realidad dramática de aquella ciudad y su reciente historia. No en vano, yo había estado allí con mis padres, cuando tenía dos años. En 1942, en plena guerra mundial. No podía ser el regreso a una ciudad cualquiera.

En el Berlín dividido, los únicos trenes en los que se podía viajar de Berlín-Oeste hacia Occidente, cruzando la mal llamada República Democrática Alemana, salían de la estación del Zoologischer Garten. Tenía mi asiento reservado en un compartimiento para seis personas. Hasta el final del viaje en Hannover nadie lo compartiría. Distribuí mi equipaje, colgué la chaqueta y el abrigo y saqué mi libro y un par de revistas. Apenas los miraría durante el viaje.

El tren se puso en marcha. Berlín es una ciudad rodeada por frondosos bosques y numerosos lagos. Obviamente no los podía recordar. Pero sí tenía en mi mente antiguas fotos familiares hechas en aquellos lugares durante el verano de 1942. A una de ellas le dediqué un artículo en esta siempre amable publicación de La Opinión de Málaga: «El Wannsee, aquel lago en la cuenca del Havel», el 2 de octubre del 2022. Siempre lo agradeceré. Pues siempre fueron lugares aparentemente idílicos para alguien que viniera del sur de Europa. De tierras calcinadas por veranos feroces. Sentí que el tiempo volvía a ser una fluida y serena realidad, parecidas a aquellas aguas. No me sorprendía que los colores de aquellas arboledas otoñales –que iban del ocre al oro- reflejadas en aguas tranquilas como espejos, me hablaran como a un iniciado. Aunque intercaladas en aquella suave luz cenital aparecieran también las sombras de antiguas y terribles pesadillas, extraídas de los más atroces rincones de la peor historia. Como aquella hermosa villa en las orillas del Wannsee en la que se reunían los jerarcas nazis para impulsar aquella «solución final». La que debería poner los medios necesarios para que un pueblo mártir - el pueblo de Israel- desapareciera de la faz de la tierra.

Un poco antes de Postdam estaba la estación del Griebnitzsee. Al entrar el tren en aquel espacio, entonces casi carcelario, supe que mi decisión había sido acertada. Allí estaba la otra realidad que buscaba. En esa estación insignificante se establecían los temidos controles de las autoridades de la Alemania oriental para vigilar el tráfico ferroviario entre el Berlín libre y la República Federal. Una de las pocas aberturas consentidas en el muro, entre las dos Alemanias, la luminosa y la oscura. El que serpenteaba a lo largo de 1.381 kilómetros, desde las costas del Báltico hasta la frontera checoslovaca. Allí, en el lago de Griebnitz, había muerto recientemente del balazo de un tirador de la temida policía fronteriza de la DDR un joven alemán intentando alcanzar la libertad del otro lado.

Creo recordar que la parada duró más de una hora. La policía de fronteras de la RDA (los ‘Grenzer’), junto con sus compañeros, los ‘Vopos’ de la Volkspolizei y los perros, eran las figuras que animaban aquel escenario, no por esperado menos brutal. Algo era allí diferente de todas las estaciones. No había viajeros esperando. O viajeros que se bajaban del tren. Sólo policías y perros. Los primeros, disciplinados y elegantes, con el dandismo de los uniformes heredados de la antigua Prusia, los que los nazis también intentaron imitar. Los perros, unos hermosos ejemplares de alsacianos, buscaban debajo de los vagones a improbables fugitivos. Dos policías entraron en mi compartimiento. Correctos y perfectamente entrenados para la intimidación. Comprobaron concienzudamente mi pasaporte español. Me pidieron que me quitara las gafas. Estudiaron detenidamente, dos veces, la foto de mi documento. Una última mirada, siempre desconfiada, antes de desaparecer. Finalmente el tren se puso en marcha, enfilando la gran llanura germano-polaca. Imposible leer. La realidad aquella se negaba a ser compartida. El paisaje que se deslizaba rápidamente al otro lado de la ventanilla iba desplegando un mundo curiosamente anticuado, casi bucólico.

Regresé un día, después de muchos años, al Griebnitzsee. Ya sin perros ni alambradas. Después de la reunificación alemana. La estación era de nuevo una inofensiva y tranquila parada del tren de cercanías que unía a Postdam con Berlín. Algunos vestigios de su pasado se podían todavía adivinar entre la vegetación. Ocultaban las modestas ruinas dejadas por alguna remota civilización, ahora ya totalmente olvidada. Por supuesto, afortunadamente consignada ahora a un polvoriento y deprimente pasado.