Novela

Captadas en el confesionario, seducidas en el altar

Con 'Sacramento’, Soler mantiene su vocación de recuperar el pasado y rescatar del olvido historias que la vida ya trazó, como la del cura Hipólito Lucena y el grupo de hipolitinas con las que, en los 50 montaba orgías sexuales en la iglesia de la que era párroco

Antonio Soler.

Antonio Soler. / L. O.

La madurez, la madurez literaria llegó a los territorios, aún en primavera, que habita Antonio Soler. Dio aliento y alimento a su talento narrativo y la conjunción de ambas, unido a su prosa ágil, precisa y brillante, lo convirtió, desde hace tiempo en uno de los autores más ambiciosos y sobresalientes de la literatura española y europea, acostumbrada últimamente a dejarse mecer en la naftalina de sus grandes.

En su nueva novela, ‘Sacramento’, que mantiene a Málaga como el escenario de su mágico universo literario, Antonio Soler se regodea, aunque con lucidez, de esa madurez de la que está pertrechado.

‘Sacramento’, a caballo entre la historia y la literatura, que recrea las actividades sexuales del cura Hipólito Lucena en la década de las cincuenta es, como ya ocurrió con ‘Apóstoles y asesinos’, que narra la vida del anarquista el Noi del Sucre, una historia perfectamente documentada con datos históricos de todo tipo e incluso con pequeños detalles que delatan un trabajo previo de envergadura.

La historia, los recuerdos del pasado, más aún si se nos quieren ocultar, como en este caso, son un botín, un pálpito vital para un escritor y un buen escritor es aquel que sabe dar vida, tensión vital y fluidez a unos recuerdos con los que anudar y revivir de nuevo los argumentos que la vida ya trazó para iluminar sus rincones mas oscuros.

En su nueva novela, ‘Sacramento’, Antonio Soler mantiene esa devoción por el pasado, por las historias que la vida ya trazó; en la batalla contra el olvido, porque el olvido es el gran enemigo del pasado, su veneno destructor. Soler es un maestro en la recuperación de la memoria, en ella se basa su narrativa. Lo ha demostrado en todos sus libros. La memoria aunque sea cruel, la memoria que nos permite recrear en sepia tiempos más duros, pero a veces añorados.

Soler ha necesitado treinta años para levantar el muro de silencio que pesaba sobre la vida y actividades lujuriosas del cura Hipólito Lucena. Por ello el escritor se hace parte en la reconstrucción de esta historia. Viaja a sus primeros años de vocación literaria, aún incierta, al apoyo que recibe de Rafael Pérez Estrada, de Rafael Ballesteros. Retrata las incertidumbre y dudas que le llevaron a pensar en dejar de escribir y preparar oposiciones, de cómo Rafael Ballesteros le disuadió de aquellas ideas para qué perseverase, para que dejara su ansiedad a un lado. «Sigue escribiendo», le alentaba, para dar sentido a las cosas, «para ocupar tu lugar en el mundo».

Hubo una decantación de toda la información que había recibido a lo largo de varias décadas. Poco a poco don Hipólito se fue convirtiendo en materia literaria. Pero siguió siendo un proyecto difícil. Desentrañar la vida de don Hipólito era un trabajo similar al de separar el agua y la tierra que forman el barro. Mas de treinta años después el rompecabezas con todas las piezas del cura Lucena quedó conformado.

Soler recrea con solvencia esos años en que tuvo lugar el reinado de don Hipólito desde su puesto de párroco de la iglesia de Santiago, en pleno Centro de Málaga. El escenario, tras la guerra civil, tenía el eco de los fusilamiento firmados por Arias Navarro, en una ciudad con puerto marino donde los niños robaban al por menor «y algunos de los apellidos ilustres de la ciudad lo hacían al por mayor».

Al amparo primero del obispo Balbino Santos y después Herrera Oria, el cura Hipólito Lucena realizó su labor de reconstruir una ciudad cristiana con un constante trabajo de asistencia a la Gota del Leche para mejorar la alimentación de los pequeños huérfanos, al asilo de las Hermanitas de los Pobres para ayudar a los ancianos allí recluidos, o dirigiendo ejercicios espirituales a mujeres. Una labor cristiana incansable.

Y en el reverso, la otra cara sin santidad , la cara del deseo carnal. Se sentía un elegido. Era Dios, como prueba, quien dejaba entre abierta la puerta por la que penetraban esos fantasmas. Había un mensaje, el Señor quería algo de él. «Dios le había elegido y Dios le indicaba el camino». Ocupó el lugar de un profeta, se envolvió en ese manto».

Sacramento

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Son las dos caras de Hipólito Lucena; el impostor, lujurioso; el santo y hereje. «Devoto, piadoso, lascivo, sátrapa, hijo del demonio, hermano de satanás, follador, caritativo».

El caldo de cultivo de esa otra vida dentro de las tinieblas fue el confesionario, donde Lucena fue captando a sus mujeres, las hipolitinas. Llegaron a ser casi dos docenas de pupilas. Ellas, algunas de familias muy conocidas de la ciudad, eran ejemplo de cristiandad, hacia el exterior. Llevaban alimentos, dinero, medicinas a los más necesitados. Cuidaban moribundos, atendían a huérfanos, se recluían en retiros espirituales. Eran discretas.

En el lado oscuro, celebraban ritos sexuales en el altar de la iglesia de la Merced. Una de las hipolitinas, desnuda y rodeada por sus hermanas, en un recinto rodeado de velas, expiaba sus pecados de lujuria y terminaba siendo penetrada por detrás por don Hipólito, en una orgía sexual. Era una boda mística. Ellas eran sus esposas. Cuando llegaban los embarazos y los partos, los bebés eran entregados con discreción a la Gota de Leche, como huérfanos.

Esto ocurrió durante años, sin que saltaran las alarmas sociales. Pero finalmente el boca a boca realizó su trabajo que llegó a oídos del obispo Ángel Herrera que le puso a Hipólito un vigilante. Fue elegido Saturnino Quiroga, de los dominicos, famosos por ser los perros de presa de la Iglesia.

El dominico hizo bien su trabajo y pronto Herrera Oria y su auxiliar Emilio Benavent tuvieron informes que detallaban con pelos y señales las actividades lujuriosas del cura.

Fue enviado a Roma y procesado y pasó veinte años recluido en un monasterio de Los Alpes. En el juicio él siempre defendió su inocencia. «No tengo conciencia de pecado», repetía. «No he pecado», dijo. «Ellas eran migas de pan que Dios había dejado para seguir su rastro». Creyó ocupar el lugar de un profeta.

Mientras, un brutal manto de silencio caía en Málaga sobre el cura y sus pupilas. Ellas fueron conminadas a guardar silencio y cumplieron no hablando nunca del tema.

El novelista, trascendiendo su tarea, socava el muro, alumbra las tinieblas y pone luz y claridad allí donde unos sembraron la mancha y otros la encubrieron.