Opinión | 725 palabras

No son azules, son verdes

Los hombres construimos el mundo en función de los límites de nuestro grado de visión y nos armamos con la verdad que preside nuestro credo, que es una especie de salvoconducto universal que nos identifica como seres normales. Y justo ahí se inicia la particular travesía del desierto del ser humano, porque la normalidad no existe. ¿Qué es la normalidad? Si va a intentarlo, amable leyente, tenga en cuenta que la definición no debe contener la palabra que expresa el concepto que pretendemos definir, ni ninguno de sus sinónimos posibles. ¡Suerte!

En mi opinión, la normalidad es un munificente traje a medida confeccionado en una de las infinitas sastrerías que tiene el sistema para vestirse a sí mismo. Por un lado, el sistema nos invita a no salirnos del tiesto, para ser «normales» y, por otro, estimula nuestro recuerdo ejemplarizante con la peña de los «anormales», léase Miguel Ángel, Alejandro, Cleopatra, Marie Curie, Leonardo, Nefertiti... Obviamente, Picasso y sus secuaces garabateros, que al principio fueron perversos y depravados errores del sistema, después se convirtieron en una de las excepciones que vinieron a perpetuar la justificación de la regla. ¡Loor al sistema!

El cachorro humano es la evidencia de la naturaleza imitativa que nos es propia y, a la par, la prueba de que nuestro destino es «no ser distintos», si queremos ser gente de bien. «Niño, eso no se dice, eso no se hace, eso no se toca...». Las gentes raras y revolucionarias como Buda Gautama, Jesus de Nazaret, Mahoma, Brahma, Visnu, Yahvé... quizá no fueron mal vistas porque todos ellos, de diversas maneras, gozaban del pase de pernocta y del pasaporte diplomático de la fe sin fecha de caducidad.

Quizá no estaría de más que independientemente de nuestra nacionalidad, color, sexo, religión, estado civil, inclinación sexual, situación vacunal... el sistema nos clasificara mediante la precisión símil/disímil. Así todo sería más fácil para el pastoreo.

–Como modelo del sistema, mi amigo Paco es un crack. Casado, demisexual, católico, carpetovetónico, vacunado con dos dosis..., pero, ya sabes, nobody’s perfect, hijo mío. El pobre es disímil respecto del sistema... Una pena, porque si no lo fuera llegaría muy lejos –le contaba un apesadumbrado padre a su hijo.

Los disímiles no pueden permitirse el lujo de bajar la guardia y refocilarse repantigados en el sofá sin pensar en nada, porque el sistema los fagocitaría. El sistema es la némesis de los disímiles de brazos caídos. Atendiendo a una hermosa lectora que me ha pedido que de cuando en vez me exprese en femenino, al hilo de este párrafo, lo haré, pero, eso sí, que nadie presuponga ademanes sospechosos.

Veamos, por ejemplo, una humana repantigada en la playa haciendo un ejercicio de plena consciencia mientras medita sobre que todo lo que insistimos en ignorar de nosotros mismos, más tarde o más temprano termina por hacernos la vida imposible, a todas luces sería un espécimen declaradamente disímil respecto del sistema y, por consiguiente, una individua de las que conforman el liliputiense universo de los «anormales». Conste que la anormalidad también es fuente de felicidad imperecedera.

Jo, el verbo repantigar, el uso de un personaje femenino, el calor y la playa, todo aunado, me han ido trayendo a la memoria a mi amiga Nica, que, desgraciadamente, abandonó la vida demasiado pronto. Su muerte fue fulminante. Nica, además de una dama hermosa, fue una pura raza del sistema. Es más, Nica no fue simplemente parte del grupo de los símiles, sino la mismísima hipóstasis del mismo. Nica entraba en pánico severo ante la simple presunción de verse impelida a mover el culo, a mojarse, a hacerse cargo de sí misma con todas las consecuencias. Nica, curiosamente, no se veía afectada durante el proceso de comprender los procesos, pero ante el mero atisbo de tener que intervenir para gestionarlo, sea, entraba en estado ataráxico, sea, huía despavorida de su presente.

Recuerdo un día que en un arrebato lírico se me ocurrió expresarle que en el azul de sus ojos veía dos mares y recuerdo su apresurada respuesta mientras desertaba de sí misma:

–No son azules, son verdes..., quizá verde pardo tirando a gris...

Aquel día, el florete del miedo de Nica cercenó el verso mientras como un meteoro buscaba la huída que la llevara a parapetarse tras los fortificados muros del refugio del los símiles.

Pero, conste, sus ojos eran dos mares azules...