Opinión | BAJO EL PUENTE DE HIERRO

Envíame tu almohada

Me siento cómodo en los bares pero incómodo en sus conversaciones. Me siento bien diciendo hola de lejos

Archivo - Una camarera apunta platos en una pizarra en el interior de un bar en una calle céntrica de Barcelona, a 14 de octubre de 2021, en Barcelona, Catalunya (España).

Archivo - Una camarera apunta platos en una pizarra en el interior de un bar en una calle céntrica de Barcelona, a 14 de octubre de 2021, en Barcelona, Catalunya (España). / David Zorrakino - Europa Press - Archivo

Ellos se conocieron a finales de marzo y rompieron al amor en primavera. Cuando los cielos rojos y los pájaros de plata. Se vieron a menudo en verano. El ronroneo del aire acondicionado. Tajadas de sandía. El goteo tiznado sobre los muslos. Sobrevivieron al adiós como solo las olas saben, con ese morir y renacer de espuma, con esa dentellada sobre sí mismos. Y luego el otoño, que es una estación de oscuridad bruñida, un raíl que tirita, un comienzo y un final en simétrico entusiasmo. No adelgazó el amor, ni los polvos mudaron en cálido compromiso. Llegó el frío y con él la esperanza de conquistar el invierno con la fuerza diminuta de sus cuerpos.

Mi corazón es como un descampado: puedes encontrar en él cosas desconcertantes. He pasado unos días en Córdoba, una ciudad donde solo sé compartir vino, caminar ligero y reconocerme en las miserias de los viejos amantes. Es maravilloso el amor por impredecible y rotundo. Como una bola de derribo asomando su negra mejilla en el salón. Hemos cerrado los bares y hemos abierto las cafeterías. Hemos dicho que no demasiadas veces. Hemos llenado las copas y vaciado los plásticos y apurado las horas con esta ridícula euforia. Tenemos un dulce compromiso con la nada. «Un cazador es alguien que escucha», escribió Anne Carson. Somos nuestras propias bestias bebiendo agua en la vaguada. Su chapoteo de lenguas. El tiempo apuntando a su lomo de color óxido.

He perdido la fe pero he ganado cierto júbilo. Cuando todo te da igual, cada mañana es como barrer el confeti de una fiesta ajena. El sábado pasado no pasé por estas páginas y pensé en la ausencia como refugio. Es aterradora la felicidad que a veces siente uno no estando. En este siglo, donde parece que la plenitud es mostrarse por todos los sitios todo el rato, desaparecer parece una gimnasia frívola. Me siento cómodo en los bares pero incómodo en sus conversaciones. Me siento bien diciendo hola de lejos. Odio a esos hombres que me aprietan fuerte la mano para afianzar su virilidad. El hombre no es hombre por la dureza de su gesto sino por la contundencia de sus renuncias. Sólo por amor arrugo los mapas y desoigo el pueril lamento de los relojes.

Nos convertiremos en nuestros padres y nuestros hijos en nosotros y sus hijos caminaran sobre las mismas huellas y quien se salga del camino acabará cansado y desorientado y sediento, pero suyo será el mundo en toda su amplitud. Y no esto. Esto a lo que llamamos normalidad como si un esqueleto llamara hogar a su nicho y hacer planes a su eternidad tumbada. Puedo recorrer Córdoba de punta a punta con los ojos cerrados o saltando como una ardilla de recuerdo en recuerdo. Tengo esta ciudad aferrada a la piel como el azúcar de los caramelos en los dedos de mis hijos. Tan pringosa y dulce. Córdoba es una ciudad sin puertas. Córdoba es la ciudad de las ventanas. Las casas sienten.

Ellos que en primavera, verano y otoño habían rodado ensortijados por el rectángulo escaso de su cama, que habían batallado el calor con sus espasmos, que habían saltado desde la orilla de la timidez para zambullirse en la luz y las carcajadas; ellos, decía, fantaseaban ahora con invadir napoleónicos el invierno. No sé si lo lograron. De las historias de amor, como de las novelas o los poemas, solo me interesan los comienzos. En los finales siempre hay cierta redicha, interés por el aplauso, una blandísima estrategia. Pero los arranques son maravillosos e ingenuos. «Envíame la almohada sobre la que sueñas, que yo te mandaré la mía», canturreaba la otra madrugada volviendo a casa por los callejones de una ciudad que conozco mejor que a mis cicatrices. Acababa de regalarle mi anillo a Paco, el pinchadiscos que, hace veinte años en el Velouria, me puso a The Smiths en la que fue la noche más feliz de mi vida. Desde entonces, siempre ha sido la misma canción: huir de los demás es el precio que pagamos para huir de nosotros mismos.