Opinión | DE BUENA TINTA

No hay psicotécnico que lo pare

Policía Local de Málaga en una imagen de archivo

Policía Local de Málaga en una imagen de archivo / La Opinión

En todas las profesiones de la función pública afloran personajes engreídos que, haciendo de su capa un sayo, hacen más gala de su carencia educativa que de la debida prestación del servicio público que les correspondiera desempeñar: por desgracia, ni las titulaciones ni la superación del correspondiente proceso selectivo garantizan a nadie el saneado de la mala grosería que le pueda venir de cuna.

El maltrato administrativo, tan común desde siempre, viene a derivar en un claro detrimento, por un lado, de la calidad del servicio que recibe la ciudadanía y, por otro, en el injusto prejuicio que una minoría deleznable llega a generar respecto del buen hacer de ese resto mayoritario que sí que cumple con su posición y sus obligaciones, engrandeciendo las instituciones y dando estabilidad al sistema más allá de todo vaivén de siglas políticas. Pero, ¡ay!, desgraciadamente, el sonido que provoca una falta puntual siempre se extenderá de manera más que ruidosa por encima del impecable trabajo que puedan generar mil justos.

En vista de ello, es fácil que cada cual pueda corroborar, desde su particular casuística vital, que la chabacana y altanera desconsideración hacia el usuario puede acontecer puntualmente en toda administración y en cada ámbito de lo público, ya sea en justicia, enseñanza, sanidad o en cualesquiera otros engranajes de los servicios públicos. También, nadie queda a salvo, en las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado: un colectivo variado que, aun contando en su haber con el respeto general y el agradecimiento social que toda función pública merece, no debe dejar de velar por salvaguardar, tanto o más que otros, el debido y respetuoso trato al ciudadano que pudiera llegar a discreparle en idénticos términos de respeto. Y ello porque, aunque a algunos les pueda parecer que no, un policía local hipotético, por ejemplificar la trama con algún cuerpo concreto, bien pudiera también equivocarse en el ejercicio de sus competencias, como hijo de Dios que es.

Y así, puestos a imaginar, también por ejemplo, si aconteciera un evidente desajuste de trato por parte de este supuesto servidor de lo público y, en lugar de una disculpa, la respuesta que la ciudadanía recibiera viniera a ser que «yo no tengo que pedir perdón porque soy policía local» (cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia), sería el claro momento de salir más que por patas: porque bien pudiera ser que tal comportamiento indigno y manifestado en estado de chulesca calma chicha brotase como la clarividente alarma que nos avisara de que, quizá, desde unos ánimos más vibrantes, aquello que comenzó como una respuesta zafia e impropia de un gremio noble pudiera concluir, quién sabe, con una pasada de los derechos constitucionales por aquellas nobles partes por las que el burro del eMule se restregaba los de propiedad intelectual. Porque quien llega a lo más comienza por lo menos.

Quienes patrullan nuestras calles luciendo pistola al cinto son los garantes y la primera ventana de la ciudadanía a los estrados de la autoridad inmediata que vela por nosotros. Una autoridad que tales agentes no ejercitan por sí, sino por custodia funcional y en nombre y cuidado de otros. Hablamos, pues, de una responsabilidad delegada que entre ellos mismos deben vigilar y salvaguardar de manera más que férrea, evitando todo corporativismo: si es sólo un agente quien mira y gestiona una discrepancia con la ciudadanía mientras que el otro se pone de perfil, cara al horizonte, poca defensa en contrario tendrá ningún parroquiano para el caso de que aconteciera un potencial agravio o abuso de poder.

A Dios gracias, bien podemos celebrar de modo general la corrección en el trato y el impecable desempeño de las funciones que ejercen las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, tanto en lo cotidiano como en las situaciones especiales y urgentes desde las que sostienen y custodian nuestra vida diaria. Pero es precisamente la particular naturaleza de este gremio la que debiera obligar a estar en continua alerta frente a la propia morralla interna, que, como en cualquier otro cuerpo público, se les puede llegar a colar en sus propias entrañas. Pues, si bien es verdad que ningún colectivo es impermeable a los idiotas, no es menos cierto que, cuando un patán se encapricha por alcanzar una pistola y un uniforme, no hay psicotécnico que lo pare.

Suscríbete para seguir leyendo