Opinión | PARECE UNA TONTERÍA

Pero acaba ya

Acabar pronto de hacer lo que estés haciendo alude a un deseo muy humano. Es difícil sustraerse a la velocidad del mundo y a la propiamente personal. Al final, siempre resulta que tenemos menos paciencia de la que afirmamos tener, y que, en el fondo, es justo la que queremos tener, ni una pizca más. Una jornada común se organiza en innumerables tareas, de las cuales no pocas son tediosas, molestas y aún cosas peores, que también aburre enumerar. Ante ellas solo puedes desear que pasen rápido, sin más aspiración que la de que queden regular, y que a la mayor brevedad puedas al fin ponerte con algo apetecible, y que quieras que dure; lo apetecible a veces es no hacer nada. Respect. Ese «acaba ya» -o variantes como «venga, joder»- que resuena en tu cabeza desde el comienzo es una petición desesperada, una oración, un último deseo.

Encontrar la disposición necesaria para sacar adelante multitud de labores cuesta tanto que, cuando al fin das el paso, solo soportas la tarea si vas a toda hostia. «Acaba pronto» es el pensamiento con el que inauguras cada una de esas pequeñas, insalvables empresas. Te importa más bien poco que, en su conjunto, el resultado sea pobre. Lo relevante es que ya quedó atrás, c’est fini.

Muchísimos días se vuelven soportables desde la premura con la que se salta de unas partes a las siguientes. Tener paciencia representa un atributo antiquísimo, que estás dispuesto a aplaudir cuando lo detectas en alguien conocido. Pero si te lo ofreciesen, no descartarías rechazarlo de plano. «No es para mí, gracias. Me gusta carecer de paciencia, acabar enseguida, pasar a otra cosa, perder los papeles si no lo consigo», podrías argumentar. Quizá tuviste paciencia un par de veces en el pasado y en ninguna te fue demasiado bien.

Recuerdo que Georges Simenon tenía que acabar sus novelas en nunca más de en 11 días. Para eso, se encerraba a cal y canto. «Cuando estoy escribiendo una novela -dijo en The Paris Review- no veo a nadie, no hablo con nadie, no respondo a ninguna llamada telefónica. Me aseguro que durante once días no tengo una visita programada. Todo el día soy uno de mis personajes». Después de cinco o seis días de inmersión literaria, siendo otro, la situación se volvía casi intolerable. «Por eso mis novelas son tan cortas. Pasados 11 días no puedo más. Tengo que dejarlo. Es físico. Por esta razón, antes de empezar una novela, llamo al médico. Me toma la presión arterial, lo comprueba todo, y si dice OK, empiezo».

Todos tenemos derecho a las prisas, la impaciencia, la precipitación. Hace una semana disculpé a mi propia hija cuando a los dos minutos de ponerse con los deberes en su habitación, la sorprendí viendo la televisión en el salón. «¿Y tú?», pregunté. «Ya acabé», aseguró, sin ruborizarse. La miré fijamente, severo e incrédulo, pero me sostuvo la mirada, desafiante, y al final dijo: «¿Por qué me miras así? Quería decir que acabé de empezar». La celeridad, supongo, se entrena desde pequeños, aunque solo unos pocos, con el tiempo, se vuelven maestros. No ocultaré que me gustaría ser uno. Acabé.

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