De buena tinta

Ese yogur no me gusta

Pedro J. Marín Galiano

Pedro J. Marín Galiano

Dice una voz popular que sobre gustos no hay nada escrito, pero de manías, y esto lo digo yo, están los cementerios llenos.

Quien suscribe la presente no vendrá a negarles que los paladares son como las miradas: extremadamente subjetivos e interpretables. Servidor de ustedes, por ejemplo, no aguanta la carne hervida. Hervir la carne supone sumergir un cadáver, o parte de él, y esperar a que el agua caliente afloje y supure los efluvios, humores y espumarajos rezumantes de la carne muerta, que serán recogidos por ese bebedizo humeante e infame que llamamos caldo. Tan es así que, verbigracia, el pollo pelado que, sin pudor alguno, baila en flagrante bamboleo de mortuorio cuando el hervir de la muerte lo eleva, ya ala arriba, ya ala abajo, desde el fondo hasta la superficie de la olla, no hace más que avisar de lo que va dejando en el caldo: las supuraciones internas del cadáver que conforma.

Otros, aquellos que ni comparten ni comprenden esta animadversión, contraatacan puerilmente: lo mismo ocurre cuando asas la carne, me dicen. A lo que yo respondo que no, porque el fuego purifica, desgrasa y elimina, pero los caldos acumulan y contienen la impureza de la muerte que, de dejarse no más que correr, iría a parar a la tierra para pasto de bacterias y gusanos, en lugar de al buche de quien guste saborear la hiel de los muertos.

No obstante la indubitada aprensión que les comento, dejando atrás las más que evidentes dosis de teatro, pero no así la verdad de que no soporto la carne hervida ni su caldo resultante, llegado el caso en el que no existiera alternativa que no estuviera reñida con la buena educación, si me lo tengo que tragar, me lo trago, y aquí paz y después gloria.

Sin embargo, como diría la voz en off de la dama Galadriel, «el mundo ha cambiado, lo siento en el agua, lo siento en la tierra, lo huelo en el aire».

La semana pasada tuve la oportunidad de escuchar, desde mis cercanías familiares más circundantes, la siguiente expresión: ese yogur no me gusta.

Y no hablaba el agente de la trama de que no le gustasen, en general, los yogures (un producto que, dicho sea de paso y en los tiempos que corren, no deja de ser un lujo asiático para muchas familias y, por lo tanto, un elemento totalmente prescindible), sino de que no le gustaba el sabor de ese yogur particular que, por consiguiente, fue desechado para no comerse. Un yogur que, como digo, no tenía una textura particular, ni, quizá, trocitos de fruta que, en la boca de un infante o un adolescente, pueden suponer un agravio para sus exquisitos paladares de hociquito fino, sino, tan sólo y simplemente, un particular sabor, de tal o cual cosa en lugar de tal o cual otra.

Y no digo yo, vuelvo al principio, que cada cual no tenga derecho a que le guste el plátano más que la pera o el limón más que la fresa, pero ¿qué clase de sociedad del falso bienestar y la posverdad más salvaje estamos creando cuando un adolescente al que no le disgustan los yogures llega a desechar un yogur por su particular sabor.

La cuestión, que aparentemente se les puede antojar una pamplina, no es, sin embargo, baladí, pues no deja de representar, desde la cotidianeidad más irrisoria, la brutalidad con la que irrumpe la cultura del descarte en la juventud que nuestro tiempo acoge. Una juventud que, al desechar los sabores de los yogures, también desecha cualquier pensamiento respetuoso y considerado en torno al esfuerzo que a alguien, normalmente al familiar que mantiene, le ha supuesto que ese producto esté sobre su mesa. Una juventud que, del mismo modo, tampoco se hace cargo de las infinitas familias que rogarían porque ese yogur, fuera del sabor que fuera, se dejara caer sobre sus bocas. Porque desechar yogures es desechar al que no puede tenerlos, sentirse merecedor de todo, privilegiado «por la cara», como se dice ahora, esclavo de la soberbia y dueño absoluto de un tiempo que, más tarde o más temprano, Dios lo quiera, acabará dándote el gran guantazo con la mano abierta de la cruda realidad mientras, seguramente, te preguntes qué fue de aquel yogur.

Suscríbete para seguir leyendo