ENTRE ACORDES Y CADENAS

La tauromaquia en la cultura

Esto, a pesar de lo que algunos dirán, no es un artículo político. Y quiero precisar esta tajante afirmación para tratar de evitar, como viene siendo habitual en este clima de crispación, que asfixia más que el calor veraniego, que por unos se me coloque una clara etiqueta y, por otros, se tiñan mis palabras de un color determinado.

No todo es política. Es más, la mayoría de los ciudadanos viven su día a día sin conversar sobre ella, sin preocuparse del contenido de las intervenciones que los señores parlamentarios realizan en las sesiones de las cámaras y, más aún, sin ni siquiera hojear las páginas del diario dedicadas al gobierno de la polis.

«La vida -decía Kundera- está en otra parte». En el despertar acompañado, en el trabajo cotidiano, en las charlas sobre temas trascendentes o intrascendentes, según la hora y el lugar, con los compañeros de fatigas, en el recoger a los hijos del colegio, en la larga espera del período estival. En resumen, en vivir tranquilos, sin demasiadas complicaciones y, sobre todo, sin conflictos innecesarios, motivados por disputas artificiales.

Por esta razón, aunque se trate de un tema de actualidad, sobre todo en ciertas regiones de España bañadas por el mar, omitiré cualquier comentario político y hablaré tan solo de una cosa. A mi juicio, la más importante, por encima de toda sigla y de toda ideología marchita. La cultura, lo único que otorga identidad a un pueblo. España, en este caso. Esa palabra maldita cuya mera pronunciación ofende a algunos, los cuales, sin embargo, en el momento de la verdad, se niegan a hacer las maletas y marcharse lejos, en busca de un paraíso caribeño, feliz y soleado.

Porque España es nuestro país, nuestra tierra, la que, a muchos, nos vio nacer y crecer, donde reposan nuestros abuelos y nuestros padres y donde, mañana, nosotros también descansaremos. «Yo quiero ver y tocar, con mis sentidos España (…) su tierra, bajo mi planta; su luz, arder en mis ojos, quemándome la mirada; y su aire que se me entre, hasta los huesos del alma». «Volver no es volver a atrás», escribió José Bergamín.

Pero la idea de España, como ocurre con cualquier otra nación, carecería de sentido si, junto a su nombre, una simple sucesión de letras, o junto a su bandera, un pedazo de tela, no se habla de su cultura, de toda, la del norte y la del sur, la del Mediterráneo y la del Atlántico, la que se plasma sobre el papel, sobre el pentagrama o sobre un lienzo, la que se contempla en los museos y, cómo no, también en las calles. Y, por supuesto, le pese a quien le pese, la que tiene lugar sobre la arena de las plazas circulares que se erigen por todo el país, sin perjuicio de aquellas que existen, por influencia ibérica, en el sur de Francia y en Latinoamérica.

Me refiero a la tauromaquia. El arte de lidiar toros, según el Diccionario de la Real Academia. Un ámbito indispensable en nuestra cultura, que, como habría de ser con toda ella, carece de ideología. No es de derechas ni de izquierdas. No es socialista ni liberal. Es simple y llanamente, cultura.

Así la han definido, a lo largo de los años, muchos intelectuales, patrios e incluso foráneos, en las antípodas ideológicas unos de otros. Ortega y Gasset, con La caza y los toros, José María de Cossío, con Los Toros. Tratado técnico e histórico, conocido popularmente como El Cossío, Ernest Hemingway, que universalizó los Sanfermines en su novela Fiesta (The sun also rises, en su título original) o Rafael Alberti, el autor del poema Joselito en su gloria.

Como todo el mundo sabrá (o debería saber), la acusación más estúpida que podría lanzarse contra estos dos últimos es la de “fascistas”, adjetivo hoy utilizado hasta rayar el disco por los inquisidores contemporáneos, enemigos de la libertad, que viven por y para prohibir lo que, a ellos, no les gusta. Hemingway fue un ferviente defensor de la República durante la Guerra Civil y Alberti, comunista tanto o más que La Pasionaria.

“El toreo -dijo Federico García Lorca- es la riqueza poética y vital mayor de España”.

En resumen, una nación que renuncia a su cultura, aunque sea parcialmente, será una nación desgarrada, herida de muerte ante la cada vez más peligrosa homogeneización de los pueblos, la globalización cultural, que no es otra cosa que un burdo y virulento genocidio cultural.

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