El paseante

Tres, que son tres

José Luis González Vera

José Luis González Vera

El debate sobre la amnistía a los implicados en las algaradas del Proceso en Cataluña, junto con las posibles actuaciones desproporcionadas de algunos magistrados para perseguir aquellos hechos, ese «lawfare» que podemos traducir como «es que la seño me tiene manía», han avivado las discusiones sobre la separación que existe entre ese cielo de los juzgados y la sociedad española, más que sobre el equilibrio entre los tres poderes que constituyen, independientes, el Estado. La justicia, así en abstracto, es injusta. Primero porque la propia existencia lo es con su muerte final; segundo, por la falta de una máquina del tiempo que, mediante la manipulación oficial de un togado, modifique las circunstancias entre las que el delincuente cometió su fechoría y, así, evite delito, juicio y presunciones. No sé. Por ejemplo, si los supremacistas catalanes hubieran celebrado la traición que iban a cometer, con cava, butifarra y pan payés, pero nuestro artilugio mágico hubiera caducado todos esos alimentos en el instante, al día siguiente habrían pospuesto sus pretensiones separatistas por la mera imposibilidad de separarse ni un par de metros del retrete. O si pudiéramos conseguir que los violadores en manada decidieran experimentar entre ellos mismos las humillaciones que pensaban ejecutar en breve a una víctima, les aguardaría una larga estancia entre psicólogos y clínicas a causa de severos desgarros anales y orales. Incluso esa recurrente figura del asesino de la pareja que se intenta suicidar tras el crimen, confundiría el orden de los números e iniciaría su locura por el segundo capítulo. Todos esos problemas concomitantes a la aplicación de la justicia se generan por falta de atributos divinos ( me refiero a características) entre la judicatura, compuesta por personas, en ocasiones erradas, pero a quienes hemos encomendado la reparación de pasados imperfectos desde un presente más que imperfecto y, de ahí, tanta desafección entre la ciudadanía y el mundo forense.

Una buena porción del enorme descrédito que mancha las puñetas blancas de Sus Señorías, es propiciada, sin embargo, por el Poder Ejecutivo, ese al que más conviene que la justicia funcione como una locomotora del siglo XIX desvencijada. El que tendría que abordar la modernización administrativa de los procedimientos, o una dotación presupuestaria que consiguiera sentencias próximas a las denuncias, es el organismo más interesado en preliminares desesperantes y en retrasos lustrosos (de lustros) que disuadan al ciudadano rebelde, pero pobre, de denunciar a la misma Administración, látigo del administrado y bálsamo para todos esos grandes estafadores que tranquilos roban a un consumidor que no querrá acudir a juicio. Por su parte, el Poder Legislativo pretende más de una rima con esa hemorragia de despropósitos normativos que el BOE detalla. Unos menores inimputables agredieron hace pocos días a una chica en Málaga por lesbiana, cosas de niños. A esta perplejidad Podemos Sumar esa ley, como de gabinete de la «Señorita Pepis», que rebajó penas a violadores. No obstante, el propio Poder Judicial cultiva su desprestigio con una pericia encomiable. Por un lado, está constituido por un cúmulo de brillantes recitadores de parrafadas a quienes los años de encierro y estudio les han evitado sufrir la crudeza de bastantes complementos circunstanciales que modifican un relato. Por otra parte, su teórica independencia obstaculiza la información y propicia que la ciudadanía especule, por esas esquinas, sobre decisiones procesales alucinantes y no sé si alucinadas, como esa de dejar en libertad, aun con cargos, a un tipo que golpeó y encadenó a una mujer que pudo huir de sus garras. Todo presunto, por supuesto. Un caso chusco con su poquito de esperpento al que, por ello, conviene la luminosidad. Quizás debiera de existir un gabinete de comunicación en los juzgados, aunque tal como es percibido el foro por la plebe iletrada, podría ser sustituido por uno de pitonisas con naipes. Tres, que son tres, y ninguno bueno.

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