Opinión | El ruido y la furia
Paraguas

Dos mujeres cruzan bajo un paraguas un paso de peatones. / Joaquin Corchero - Europa Press
He tenido muchos, muchísimos paraguas en mi vida. Y todos los he perdido rápidamente, casi en la primera lluvia frente a la que los usé. «Es la falta de costumbre», me justificaba cuando, de niño, volvía a casa sin el paraguas con el que había salido y mi madre me pedía explicaciones. Ahora esas explicaciones me las doy a mí mismo, pero aunque no son más que una excusa, tienen una cierta parte de verdad, porque en este sur que habito y que me habita la lluvia es una infrecuencia y el día que, al salir de casa, ves que llueve, coges el paraguas con un algo de niño que estrena juguete. Pero al rato ya ha dejado de llover y entonces el paraguas se convierte en un estorbo, en un objeto incómodo que no sabes dónde meter. Y entonces, quizás con una cierta intención subconsciente, te lo dejas en la cafetería donde desayunas, en la oficina a la que has ido a hacer una gestión, en la tienda donde has comprado mandarinas. Y un rato después, cuando regresas a casa, te miras las manos y un poco enfadado contigo mismo te das cuenta de que, otra vez, has extraviado el paraguas en algún lugar que no consigues recordar.
A veces he vuelto corriendo allí donde suponía que lo había dejado y, claro, ya no estaba, y a veces también he creído verlo pasar en manos de alguien que no disimulaba la sonrisa de haberse encontrado un paraguas casi nuevo, pero nunca me vi con fuerzas para reclamarlo, incapaz de probar que ese, exactamente ese, era el mío.
El último paraguas que compré aún no lo he perdido y hay una razón poderosa para ello. Está sin estrenar. Hace casi dos años que lo encontré de oferta en uno de esos grandes supermercados que venden artículos de bazar a precios rebajados. Me pareció una buena compra. Es grande, negro (siempre me gustaron negros) y parece robusto. Me lo llevé a casa y lo puse en un trasterito que uso de alacena, a la entrada de la casa. Y ahí sigue, durmiendo el largo sueño de los objetos inservibles.
Hace poco, no más de tres semanas, me llovió en el desierto, a mitad de camino entre Asuán y Abu Simbel. Estaba amaneciendo y, de repente, tras una fuerte racha de viento que disparó la arena como si fuese metralla, cayó una lluvia brusca, desasosegada. Evidentemente, no tenía paraguas, quién lleva paraguas al desierto. Recibí aquella lluvia como una confirmación del cambio climático. Ahora llueve en el desierto pero no en ese sur que habito y que me habita, donde dicen las predicciones más optimistas que tenemos agua hasta marzo y después acaso el desierto y una legión de paraguas inútiles, sin sentido, para siempre olvidados.
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