A pie de isla

De arquitecturas, barcos y naufragios

Andrés Ferrer Taberner

A tenor de sus diseños el ingeniero naval tiene mucho de arquitecto (véase si no el Titánic, por ejemplo). Tanto que en el primer tercio del siglo XX dicha profesión ayudó a orientar a los arquitectos en su afán por ensayar nuevos planteamientos teóricos y formales; unos planteamientos que, rompiendo definitivamente con el cliché historicista, lograron conectar con las industrias maquinistas más avanzadas al tiempo de hallar por fin soluciones habitacionales más prácticas.

El transatlántico jugó un papel sustancial en la gestación de la arquitectura moderna. Su estética exterior (la interior aún quedaba anclada en los estilos historicistas, tan del gusto de los adinerados pasajeros de primera clase), sus adelantos técnicos y su extrema funcionalidad (los camarotes constituyeron un modelo a seguir) casaba de maravilla con una de las premisas esenciales del gran apóstol de esta nueva manera de construir, el famosísimo arquitecto francés Le Corbusier: «Una casa es una máquina de habitar». Asimismo, expresó su admiración por los nuevos y grandes buques, ejemplos perfectos de esas «máquinas de habitar», que se presentaban bajo la apariencia de arquitecturas colosales: «Los constructores de paquebotes, audaces y sabios, crean palacios junto a los cuales las catedrales son muy pequeñas. ¡Y los echan al agua!».

Al fin y al cabo, un buque −en especial el de pasajeros− no es sino un edificio flotante que cobija −el fin primero de toda arquitectura− tripulantes y pasaje mientras se desplaza. Echando mano de la pericia propia de su formación académica, el ingeniero naval obra el milagro para que esa monumental ‘edificación’ elevada sobre el promontorio de las olas consiga navegar y todo. Y encima con total eficacia, comodidad y rapidez. Así es como nacen los grandes transatlánticos, que son al mar lo que los rascacielos al aire, solo que estos últimos fondean en el asfalto de las ciudades.

Otra característica en común entre arquitectura e ingeniería naval es que a sus ‘criaturas’, nacidas de sus concienzudos planos, les aguarda parecido final: a los edificios, el derribo; a los buques, el desguace. Sin embargo, estos últimos son susceptibles de acabar yéndose a pique. La posibilidad de un naufragio, y más en el pasado, gravita a toda hora sobre la navegación, si bien el número de estos funestos accidentes ha descendido notablemente en la actualidad.

El mar siempre se ha cobrado un alto precio en vidas y bienes navales. No obstante, un naufragio libra a los barcos de terminar al final en chatarra; les confiere cierta inmortalidad ‘poseidónica’ en los abismos de las aguas. De costado o boca abajo, los pecios descansan para siempre en sus tumbas marinas, dueños absolutos de sus ‘solares’ en el lecho subacuático, al contrario de lo que ocurre con los de los edificios en ruinas, sujetos siempre a negocios inmobiliarios. Nadie les molesta a aquellos mientras aguardan en su lánguida y silenciosa metamorfosis, en la que se transmutan de metal a coral, a concha... y quién sabe si a pez.

Conservarán los perfiles navales que les son propios hasta ser colonizados del todo por múltiples microorganismos marinos y pasen a ser habitantes de pleno derecho de las profundidades, sin menos honores que los de una esponja o una gamba. Ojalá algunos rascacielos pudieran también terminar así sus días, naufragados, pero en el «oxígeno, nitrógeno y argón» del cielo (Mecano, cómo os echo de menos). Con el tiempo, acabarían por ser nube, brisa… o pájaro tal vez.

Según la Unesco, hay casi tres millones de pecios repartidos por todos los mares y océanos del mundo. Las costas de las Pitiusas cuentan también con sus barcos naufragados. El más grande −141 metros de eslora− y reciente, el ‘Don Pedro’, un transbordador mercante hundido tras encallar en el bajío de un islote. Yace a menos de 50 metros de profundidad en la arena cerca del puerto de Ibiza.

A veces, en un abrir y cerrar de olas el mar nos permite en la isla atisbar un pecio sin necesidad de sumergirnos hechos un buzo. Días atrás, uno de los últimos temporales sacó a la luz los restos una barcaza salinera en la playa de ses Salines. Esta embarcación, toda de madera, naufragó por un temporal en 1959. Yendo seguramente cargada de sal para llenar las bodegas de algún barco atracado en el puerto de Ibiza, al naufragar entonces le devolvió al mar lo que, por derecho, era suyo. Por eso, en agradecimiento, de tanto en tanto, cuando su esqueleto de madera llora, le permite ver el sol y el cielo cara a cara, sin velo alguno de arena y agua.

Y para terminar, vuelvo al principio de este artículo, a recalcar las semejanzas entre arquitecturas y barcos. Pero ahora en Ibiza. ¿Acaso, de algún modo, la casa payesa no se ha replicado a sí misma en el mar a través del llaüt? Al menos así lo quiero pensar yo.

Escritor

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