Tribuna

Los artistas y todos los demás

Nunca podré decir que soy una más, porque para serlo  tienes, como ellos, que inventarte la vida  todos los días cuando la vida no existe

Retrato de Concha Velasco

Retrato de Concha Velasco / L. O.

Ana Martín-Coello

Ana Martín-Coello

Hace unos días se nos fue Concha Velasco, a quien yo -qué más quisiera- no puedo llamar amiga, que es palabra mayor y no conviene malbaratarla en estos tiempos donde tanto escasea.

Pero sí pertenecía a mi familia, en tanto lo era de mi marido, artista desde siempre, como ella, que fue su compañero casi tres años en ‘Carmen Carmen’ y su amigo toda la vida; que la quiso, la respetó, la admiró y la comprendió.

Era mutuo.

Cuando Concha Velasco te quería, te quería a hierro. Cuando te admiraba, era a fuego también, a contratodo. Y cuando sentía que tenía que defenderte, lo mismo. Como una hermana mayor, cariñosa y estricta, aunque, como en este caso, la sangre no mediara, ni falta que hacía.

Los artistas, al menos los de cierta edad, se manejan, en general, como una familia enorme y disfuncional con todo lo que ello conlleva. Como en cada tribu, están los primos aristócratas, que solo se relacionan entre ellos; los nuevos ricos, los que subsisten como pueden, los que se comportan con naturalidad, los que han decidido llevar su personaje a cuestas cada día. Están los parientes lejanos y las prima donna y los galanes que no quieren dejar de serlo. Y los que actúan con las tripas, con el alma o con la cabeza. Los del método («el sistema», decía, de coña, el gran José Bódalo) y los de la intuición innata y salvaje.

Y a todos ellos les une, por encima del talento, que puede ser mayor o menor, la absoluta pasión, la entrega insalubre a un oficio bellísimo que es, también, ingrato, estresante, durísimo, arbitrario, injusto, doloroso. Y que, sin embargo, se niegan a abandonar porque arrancarlos de él es arrancarles el corazón mismo.

En esa familia, el papel de aceptar miembros de fuera les está asignado, como es de ley, a los miembros más veteranos. Yo tengo la suerte de haber aprobado ese examen varias veces. Lo pasé con María José Alfonso, con Petra Martínez y Juan Margallo, con Sonsoles Benedicto y Antonio Medina. Y lo pasé con Concha, que, admonitoria y con los ojos chispeantes de risa, me hizo saber que malhaya si me atrevía a no querer a su amigo.

Ahora, transcurridos unos años, tengo en esa familia inefable y dispar muchos parientes, pero nunca podré decir que soy una más, porque para serlo tienes, como ellos, que inventarte la vida todos los días cuando la vida no existe y soñar que suena el teléfono y que el papel que era para ti no se lo han dado a otra.

Tienes que levantar de la nada un mundo de posibles cada vez que abres los ojos y no desfallecer después de cuatro o cinco negativas seguidas. Tienes que encajar que hoy puede haber seiscientas personas aplaudiéndote y mañana veinte, y seguir dándolo todo, aunque el cuerpo te pida decir: «señores, hasta aquí».

Tienes que saber que es posible que ese veneno que llevas dentro te empuje a tomar malas decisiones y que la fortuna no siempre ayuda a los audaces, así que un día te puedes ver sin un chavo de todo lo invertido, porque el arte tiene reglas caprichosas y el público sus ciclos.

Estos días, después de dolerme con el dolor propio y con el de quien tanto la quiso, de hablar, largo y tendido, de la generosidad de Concha, de su compromiso, de su amor de leona por su gente, no se me iba de la cabeza la frase de Mamá, quiero ser artista, con letra de Toro y música de Algueró:

«Que hay dos clases de gente nada más: los artistas y todos los demás».

Suscríbete para seguir leyendo