EL PASEANTE

Me hago viejo (supongo)

La RAE ha opinado sobre asuntos de los que sabe entre poco y nada. Sus apreciaciones no pasan desapercibidas

El diccionario de la RAE

El diccionario de la RAE

José Luis González Vera

José Luis González Vera

Esta semana pasada, la RAE ha opinado sobre asuntos de los que sabe entre poco y nada. Sus apreciaciones no pasan desapercibidas. Es una institución que considero prestigiada, a pesar de que a algunos les repela el adjetivo “real”, el de “española” e, incluso, el sustantivo “academia”, pero debo decir, como defensa de tan venerable establecimiento, que los problemas mentales de sus usuarios son ajenos a tal organismo y más propios del sacerdote, del psiquiatra o de ambos a la vez. Me merece el mayor respeto como hispanohablante y como Filólogo que soy, lo que no evita las críticas. Allá por los inicios de los años 90 del pasado siglo, frase que me causa vértigo, daba clase de Lengua Española Aplicada al alumnado de periodismo. Utilizaba varios manuales de estilo para preparar la docencia, junto con el Esbozo de la Gramática de la RAE; aún no se había publicado la Gramática. Me van a permitir una breve disertación, y perdonen las disculpas, como dicen por esas barras. Uno de los términos que enseñaba como fallido era la palabra “élite”. Indiqué que provenía del francés y su lectura debería de ser “elite” pues el acento agudo, que aparece copiado desde la ortografía gala, no indica que en esa primera sílaba recaiga el golpe de voz, como sí sucede en castellano. Al poco tiempo, la RAE incluyó la entrada “Élite” junto con “Elite”, en el Diccionario para que nadie se molestara. Había empezado el camino de una pretendida democratización de la Academia que fue otorgando sillones a personas ajenas al mundo de la escritura y de la Filología, dicho esto con todo respeto hacia, por ejemplo, Juan Luis Cebrián, uno de los monstruos mediáticos de nuestra Transición y modernización. Al mismo tiempo, y para huir de las críticas de elitismo, la Academia incluyó en el Diccionario lo que el profesorado indicaba en las aulas que se trataba de errores más o menos difundidos, justo cuando el sistema educativo se empezaba a universalizar y los dictados de la RAE iban a llegar a toda la población española por primera vez en su historia, ajena ya al sistema de selección que significaba el BUP.

La Academia señala que en los centros de enseñanza se dedica pocas hora a la materia de Lengua y Literatura y que, además, el alumnado lee poco a los clásicos. También censura el uso de los móviles y redes sociales por parte de la jueventud. Promulgado todo este discurso por personas que no imparten clase en un instituto actual. Gracias al uso de los polémicos móviles y las útiles redes sociales, nuestras generaciones jóvenes son los humanos que más escriben desde que el primer simio se bajó del árbol. Otra cuestión es el uso que hagan de la lengua impelidos por la urgencia del mensaje TKM. Si entrenaran las normas de acentuación y de uso de las consonantes conflictivas, dispondrían de un excelente gimnasio ortográfico. Los móviles y las balas tienen como peligro común su uso, no el dispositivo en sí. Respecto a las lecturas en el aula, hay que recordar que, aunque aparezcan sus formas de imperativo en el Diccionario, ni el verbo “amar”, ni el verbo “leer” las admiten, como dice mi amiga María Luisa Torán. La lectura en el aula debe realizar un ejercicio de seducción. Atraer al alumnado hacia textos con los que disfrute, incluso las administraciones públicas tendrían que procurar que el periódico llegue a las aulas de modo obligatorio, como hubo un tiempo en que fue así. La lectura debe de estar cercana a los intereses de los adolescentes y, desde ahí, cuando alcancen una cierta competencia lectora, se podrán introducir, como se hace, textos del Conde Lucanor, La Celestina, gran olvidada de nuestras letras, El Lazarillo, Don Quijote o Garcilaso, para que después, cuando adultos, elijan su propio camino. Aquel magister dixit sobre su cátedra y ajeno al mundo, ya no funciona. La Academia pretende aulas elitistas cuando se ha vuelto populachera, así como de “perreo” y “amigovio”; por cierto, no conozco a quien use esta palabra, salvo, quizás, alguna de sus ilustrísimas y, de ahí, su inclusión en el Diccionario. Quién sabe.

No es que yo esté convencido de lo que acabo de escribir en el título, pero cuando uno dispone de un buen baúl repleto de historietas vividas, soñadas o imaginadas, que a veces, los márgenes entre las categorías de la ficción están difusos, ya sabe que, quizás, se esté haciendo viejo no sólo por esa preocupante cifra de años con que atosiga el DNI. Me miro al espejo de cuerpo entero y me veo de buen uso, no sé, como ese coche de época que a uno le gusta conducir o prestarlo a las amigas. De hecho, esa parte del motor cuyo funcionamiento endulza esta carretera por el valle de lágrimas aún cumple su función con apenas un par de Bacardí-Cola y unas risas, y que cada quien imagine la pieza a la que aludo. Luego me miro en el espejo del cuarto de baño y, casi cada mañana, entono aquel lamento de mi adorado Jaime Gil de Biedma. Como todos los jóvenes yo vine a llevarme la vida por delante. La fiesta no ha estado mal, pero no he sido esa reinona de mi baile privado que soñé un día. Es cierto que yo mismo dinamité mis propios barcos, siempre con nocturnidad, con apenas meditación y con toda esa alevosía canalla que de habitual me concedo para el pecado, y también uso para disolver cualquier situación que me incomode. Me enorgullezco de haber contado con enemigos grandes, como dicen que deben ser los que uno tiene que frecuentar para que, al menos, disponga de un canon comparativo. Alguno queda vivo, y otros que desconozco, por ahí andarán maldiciendo mi nombre. Todos me son indiferentes. Minutos después de la autoalabanza, tras la ducha y el masaje de afeitar, me sujeto a la barra del autobús de la existencia mientras tarareo los versos de mi queridísimo Felipe Benítez Reyes y me repito que, en efecto, qué efímera pero fascinante hija de puta es la vida. Un billete de autobús, parido entre dos versos, para este horario entre cesuras que se abre como una incógnita sobre la que resbalo con la ilusión de que su equis se despliegue con los colores de un repóquer. Luego, llegará la noche.

Nunca rehúyo una pelea, pero sí las discusiones. Escucho a esos jóvenes que se llaman, con orgullo, apóstatas de aquella Transición que viví durante mi adolescencia y, en lugar, de responderles que están vomitando las ignorancias de moda, me vienen a la memoria aquellos años en que acudía, sepulto el Generalísimo, a las reuniones de la UJCE, en un edificio ruinoso de La Trinidad. Hacía poco habían encarcelado a chicos de la Joven Guardia Roja, algunos de ellos de mi barrio, y al poco, un disparo asesinó a Caparrós en la esquina de la calle donde hoy vivo, entonces, tan lejos de las esquinas proletarias en que crecí. Un par de años después, los de Fuerza Nueva agredieron a Pina López Gay por ser mujer, roja y política. El intento de golpe de estado militar, tampoco detuvo las ansias de sangre y dolor de ETA y GRAPO, creyentes en su verdad absoluta. Francia, con esa moralidad superior con que se caracteriza a sí misma, amparaba criminales contra España. En esa misma oleada, desde Barcelona y Valencia llegaron a los quioscos El Víbora, 1984, Címoc o Sal Común, donde Nazario, entre otros muchos, abría puertas a la libertad de expresión, y de género, a golpes de aquellas tetazas de Anarcoma o de los paquetones leather de los nazarenos de Turandot, iconografía de la Virgen del Rocío. Drogas, como Makoki, poco sexo (la verdad) y un Rock que transcurrió desde la canción protesta de los hoy inaguantables cantautores, nos empachamos con Víctor Jara, hasta el rock andaluz, los progresivos, el Punk y el invento de La Movida. No daba tiempo para ponerse al día con el Popular 1 y los LP de vinilo. En efecto, me hago viejo pero supongo que no, si me paro a considerar aquellos días, cuando los políticos llegaban a acuerdos con generosidad de miras y con olvidos de rencores. Desterraron aquella política tabernaria de la II República. Tampoco hubiera encajado la basura parlamentaria a la que asistimos durante estos últimos años y que ya impregna a la sociedad española en su conjunto. Cosas de viejos, en fin, pero esta última semana los informativos han dado mucho asco.