EL PASEANTE

La película de las madres latinas

Considero un error no buscar el origen del problema. Por una lado, aunque algún indeseable, amparado por la masa o el anonimato, agite el color de la piel o la zona de nacimiento como un insulto, la sociedad española, no es racista

José Luis González Vera

José Luis González Vera

Me gusta estar en América», cantaba una de las protagonistas portorriqueñas de ‘West Side Story’ allá por 1961. Una comunidad que intentaba encajar en aquella sociedad neoyorquina a pesar de su distintivo inglés con fuerte acento hispano. Como recuerdan, la película narraba la busca del sempiterno sueño de huir de la misera, ansia aún vigente desde el sur del Río Bravo hasta Usuaia, pero que ahora se enfoca hacia esta orilla del Atlántico, como un día muchos emigraron hacia allá, desde estas playas. Cada cierto tiempo, la última vez hace pocos días, los medios recogen episodios violentos protagonizados por jóvenes que se encuadran en grupos, digamos de estilo latino-americano, con sus jerarquías, rituales, fanfarrias y todos esos aditamentos imprescindibles en cualquier banda que se precie. El Ministerio de Interior prefiere no mencionar la nacionalidad de procedencia de los componentes de estas organizaciones para no fomentar el racismo hacia ese Caribe donde los viejos europeos se solazan (fíjense con qué finura lo resuelvo) con unas gentes a las no quieren ver por aquí. Considero un error no buscar el origen del problema. Por una lado, aunque algún indeseable, amparado por la masa o el anonimato, agite el color de la piel o la zona de nacimiento como un insulto, la sociedad española, no es racista. Quienes siempre hablan mal de España lo verán al contrario, pero ese «siempre», circunstancial de tiempo, me aclara todo. Por otra parte, si estos fenómenos no se abordan con limpieza moral junto con un absoluto realismo, se enquistan. La inmigración sudamericana es muy fácil de asimilar y, si no evidenciase la pobreza que desarraiga a estas personas, podríamos decir que representa una bendición de la Virgen de Guadalupe, por ejemplo, para esta España despierta al mundo hace relativamente poco. Gentes que desembarcan ilusionadas por una nueva vida, con juventud y ánimo, que emprenden o se contratan en todos aquellos trabajos que no realizamos los aborígenes y que, además, proyectan al exterior una imagen moderna y positiva de nuestra sociedad.

El último informe PISA, más que el fracaso del sistema educativo, contabiliza el fracaso en las relaciones y horarios laborales en nuestro país. Los hijos de cualquier matrimonio, incluso de la más moderna trieja, cuyos miembros trabajen, se encontrarán solos frente a las obligaciones escolares por delante y, lo peor, con las enseñanzas de las redes sociales y de las esquinas del barrio al alcance de un botón del móvil o del ascensor. Las abuelas y abuelos de los nativos asumen esta carga. Una madre inmigrante suele llegar sola. Sus faenas comprenden las categorías de cuidadoras, limpiezas varias o puestos en el sector servicios de los que huyen los españoles a causa de esos salarios que ni alcanzan para el pan ni para la sal. Una vida condenada a los outlet de pan (juro que existen) y de viviendas con resabios chaboleros. Las madres solicitan reagrupación con su prole. Aquí los supermercados disponen de comida en sus estanterías y existen la sanidad, las calles limpias, la seguridad y los zapatos asequibles. Pero, como reflexionaba Jaime Gil de Biedma, «la verdad desagradable asoma». La existencia tiene un precio y el día a día no es suave como los vestidos vaporosos de aquellas chicas que danzaban al son de una canción protesta por las calles de Manhattan, en la peli aludida. Fines de semana en que mamá asistirá moribundos durante 48 horas para pagar el alquiler. Limpiezas de bares y oficinas por la noche complementadas con la de otros espacios por las mañanas. Transporte durante horas hacia un extrarradio cada vez más lejano y solo como en los poemones de Lorca. En esas condiciones de soledad adolescente, la pandilla, imitación de la patria idealizada, se convierte en familia y la familia constituye una pésima juntera en muchos casos, como demuestra ‘El Padrino’. La soledad del pobre es siempre fea y fría. Estas madres latinas padecen iguales sinsabores que las españolas pero con un guión peor escrito.