TRIBUNA

Peluqueras

He nacido y crecido en una peluquería; una de las de antes. De señoras ‘pelo casco’ y conversaciones eternas. Por una peluquería pasa la vida. Gritos, risas, llantos, chistes, maridos inservibles; deseos incalculables

Una peluquería.

Una peluquería.

Emilio Fuentes

Emilio Fuentes

El pelo no es nada sin la tijera. Un felpudo sobre la cabeza y una conversación banal sobre la suerte de llevarlo al viento más allá de los 50. Poco más. La lírica la ponen las manos que lo cortan, moldean y peinan. Rulos, acondicionadores y rizos a la derecha. Fría y afilada; no es nada la guadaña si no se mueve con garbo por el borde de la oreja. Dedos de uñas esmaltadas con un roce que no molesta. Siempre las he preferido a ellas. No es que no me haya ido bien con el barbero de turno; ahora con bigotes crecidos, bata negra y toda la parafernalia del ‘Fulanito barber’ sobre la puerta. Pero… y me entenderán los que lo lean, no hay color cuando se trata de dar en la tecla, la de la cabeza. Hay manos y manos; tactos y tactos y olores que no merecen espera.

He nacido y crecido en una peluquería; una de las de antes. De señoras ‘pelo casco’ y conversaciones eternas. Fui creciendo en aquel gabinete de belleza de un pueblo entre los pueblos que era lo más parecido a una consulta de psicólogo con suelo de cera. Las tardes, eternas; jabón en los tocadores y páginas del Hola! que no daban tregua. Aún recuerdo el aroma del papel couché con fotos de ‘La faraona’ y Bárbara Rey con cara de pena. Chismes, planes, mujeres y señoras que abrían bolsos tremendos como bocas de pantera. Todo un paraíso de la prosa setentera que quedó almacenado tras el portal de una calle cualquiera. La oficina de mis tías -las dos hermanas de mi padre-, por supuesto peluqueras, se llenaba de sol a sol con mujeres esperando al sábado para hacerse de nuevas.

Mi argumentario: «Ese trasquilón es por no parar en el sitio» o «estate quieto que ya verás si no te corto por el lado que no era» o «vaya pelos que traes hoy que nos toca quedar con la abuela». Toda una narrativa adornada con secadores futuristas de ‘vuelo de huevo’ que sonaban a turbinas gripadas de 747 en plena faena. Ni Almodóvar habría logrado captar la intensidad de la escena.

Por una peluquería pasa la vida. Gritos, risas, llantos, chistes, maridos inservibles; deseos incalculables. Cuando has visto y oído tanto en esos templos sagrados de la calma chicha, es imposible sentarse después en una silla de barbero, sobria y gris, y pedir un corte como si tal cosa fuera. Son espacios vacíos; ambientes insulsos de testosterona, observaciones de balón y caras rotas, culatas averiadas, ruedas flojas, coches viejos y lluvias que se agotan. Se comenta el tiempo, el calor y el frío, como se podría hablar de cualquier otra cosa.

Alguna vez lo he intentado, pero cuando cae el último mechón y desaparece la bata que te tapa la ropa, la nostalgia me carcome de nuevo y busco el espacio de luz y color de la peluquería que llevo en el interior con paredes de rosa.

«Barras de bar, vertederos de amor», cantaba Manolo García a Miguel Ríos en el concierto de Vallecas. Si eso son las tabernas, desde luego nada tienen que ver con los gabinetes del rizo que suavizan las melenas. Psicología de la buena para calmar las almas con palabras que llenan.

Perfumes mezclados, golpes de suavizante y una alegría que cubre la escena. «¿Cómo estás hoy? Cuanto tiempo! Te ha crecido mucho esta vez; ¿Qué tal tu hija? ¿Qué escribes ahora?» Es música para los oídos porque siempre lo preguntan en el tono perfecto para obligarte a responder con sonrisa boba.

Tomas asiento mientras das con las palabras que suenen perfectas. Petrificado temes al comentario de la señora que sube la ceja mirando alrededor de tu esfera. Las de detrás también te observan; riendo, haciéndose las remolonas, pero esperando con sorna a que comience tu confesión para girar la boca con esa risilla de sobra.

Tu peluquera ha empezado. No hay ya marcha atrás para esos comentarios que siempre borda. Le pides un retoque más; repaso aquí, repaso allá, prolongando lo inevitable. No quieres salir de allí porque sentirás la soledad de la acera. Ahora huele a carmín, a espuma de laca, a acondicionador del bueno, perfume de incienso; un rojo intenso te ancla al respaldo como si te sujetara una fiera… A grandes bocanadas tratas de retener el aroma para que no se pierda. Te lleva 35 años atrás cuando la vida era sencilla, directa y la gente pagaba con dinero de verdad que nada tiene que ver con las tarjetas de plástico de la sociedad de ahora. Cuando por fin salgo, disimulo mirando el reloj. Deseando volver, me marcho cavilando en todo lo que han hecho por mi y por la sociedad estas artistas del peine, la tijera y el secador colgado en la alforja.

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