Mis días marinos

El vino en la historia del arte

Exposición sobre la historia del vino en el arte, inaugurada este viernes en el centro cultural de la Fundación Unicaja.

Exposición sobre la historia del vino en el arte, inaugurada este viernes en el centro cultural de la Fundación Unicaja. / Álex Zea

Mariano Vergara

Mariano Vergara

No resulta fácil escribir sobre algo tan cotidiano como el vino. La exposición, que presenta la Fundacion Unicaja, con la colaboración de la Fundación Vivanco añade «arte» y «símbolo» en el título y lo complica aún más. Tres palabras que han definido la historia de la cultura occidental. El vino, un ser vivo al que mata el contacto con el oxígeno. En una contradicción excepcional. La vida va siempre asociada de forma inseparable al oxígeno, salvo con el vino. El arte es una manifestación exclusivamente humana. Como la risa. Solo el hombre ríe y solo el hombre realiza obras de arte, como dijo Picasso, imprescindible, pero no sabemos para qué. Posiblemente convierte al ser humano en persona. Lo que sea un símbolo es casi imposible. El símbolo es también consustancial al hombre. Las propias palabras son símbolos. Sin ellas seguiríamos en las cavernas. Y las posibles definiciones nunca tendrán aceptación universal. No existen criterios uniformes sobre arte que sean universales. El significado de algo en Europa no encaja con el significado de eso mismo en Extremo Oriente. Blanco y negro. Luz y sombra. Sacro y profano. Ningún Tanizaki occidental ha escrito un elogio de la sombra. Ni arte, ni símbolo son términos unívocos universalmente. Y menos el vino. Mientras para unas religiones simboliza una transustanciación en la sangre de la divinidad en una ceremonia misteriosa y ritual, en otras creencias el beberlo constituye un tabú de consecuencias peligrosas. Divinidad y tabú suelen ser inseparables.

El vino se convirtió desde su descubrimiento en fuente de inspiración para crear obras de arte, encender almas, vigorizar cuerpos, exaltar sensualidades, inspirar a músicos y poetas, ascender a cielos y bajar a infiernos y llegar a convertir el asesinato en un arte según Thomas de Quincey. Belleza y muerte, eros y tanatós en un solo elemento líquido que necesita de forma indefectible tres elementos sin los que el vino no puede nacer: silencio, penumbra y transcurrir del tiempo. Silencio de clausura, penumbra cartujana y el paso de días y meses lentos, inexorables. Eso es lo que hemos intentado reflejar en la presente exposición. Paredes color vino tinto, luces atenuadas y suelos color corcho.

El viticultor es persona observadora, silenciosa, acaricia la tierra y destripa sus terrones en el deseo de adivinar cómo será la cosecha, estrujando unas uvas en su mano para ver el color que va adquiriendo el vino futuro, mirando al cielo, oliendo los vientos. A veces una mente visionaria capta las infinitas posibilidades que el vino encierra. Un hombre como Pedro Vivanco empieza a reunir poco a poco sacacorchos. Y del sacacorchos a la estela egipcia o al bodegón de Juan Gris, un camino vital lleva a la creación de una colección. Dedicar toda una vida a coleccionar arte intuitivamente merece un profundo respeto.

Hubo un tiempo, fresco en mi memoria, en que con dos amigos recorríamos la Ribera del Duero en coche, desde Aranda a Peñafiel, haciendo paradas en las bodegas y comprando vino. Recuerdo que fuimos acogidos por dos señores muy mayores. Caras sarmentosas por los vientos racheados de la Meseta. Se resguardaban del helor en una cueva al pie del castillo de Peñafiel. Animaban su escasa conversación con una botella de vino nuevo y unos chorizos que ponían al fuego. Nos invitaron al festín y vivimos el calor que la gente de la Tierra del Vino ofrece a unos desconocidos con hambre y sed de vino y conversación. «Un vaso de bon vino…».

El vino en la historia del arte

Un detalle de la exposición en el Centro Cultural de la Fundación Unicaja. / Álex Zea

Briones es un hermoso pueblo de la Rioja de calles adoquinadas, palacios de puertas heráldicas, anchos alares y silencio vespertino que permite escuchar los propios pasos. Huele al sarmiento que arde en las chimeneas. El Ebro fluye ancha y mansamente entre álamos y viñedos. Los vinos de España nacieron entre ríos, como nacieron entre ríos los primeros vinos, en la Mesopotamia, entre el Tigris y el Éufrates, donde después se alzarían los toros alados persas y asirios. Donde los judíos ya exiliados colgaban las cítaras en los arboles añorando Sion y Jerusalén desolada, Mucho antes que Persia, Asiria, Palmira, Baalbek y Alepo y mil tesoros más tan antiguos que hoy nos son desconocidos. Hace ocho mil años un hombre había aprendido a estrujar un racimo de uvas en sus encallecidas manos y beber en ellas. Descubrió que sabía crear el vino y que era bueno.

La base de la civilización occidental alumbró en las riberas del mar nuestro. El parto de los abuelos de nuestra cultura se engendró en el Medio Oriente y de allí traído en cerámicas de colores, jarras de bronce, ánforas de terracota y posiblemente en las copas de oro de Darío y Alejandro. Personajes de la Historia con mayúscula, amantes de borracheras como en el cuadro de Velázquez en el Prado, bacanales y orgías de hombres como dioses y dioses como hombres.

Antes del diluvio, existió un patriarca, que vivió en el Monte Ararat en Armenia, que según el Génesis, es famoso por haber cogido la primera gran cogorza de la que se tiene noticia allá por el amanecer de los tiempos. La embriaguez de Noé es uno de los frescos de la serie del Génesis de la Bóveda de la Capilla Sixtina. Así es el cómputo de los tiempos en la adoración a la divinidad. Miles de años después de suceder un hecho, un artista reproduce ese hecho con la precisión narrada en la escrituras, como si un soplo de aliento de arriba le narrara al oído en voz queda cómo ocurrieron los hechos.

Organizar esta exposición de vino de la Rioja en Málaga tiene sentido. La prosperidad económica de ambas ha tenido mucho que ver con el vino. Málaga exportaba vino a Europa desde tiempo inmemorial, los moscateles y Pedro Ximenez, que se degustaban en todas las cortes de Europa. Vinos que fueron llevados por los franciscanos a América dando origen a los grandes caldos de Chile, Argentina y California. Cuando en el XIX la maldita filoxera que decía mi abuelo asoló miles de hectáreas de viñedos de nuestra tierra y la ruina devastó campos y vidas, el remedio contra la plaga llegó a Rioja por medio de las cepas que habían ido a América. Los vinos riojanos empezaron su gloriosa ascensión al cielo. Solo en años recientes jóvenes descendientes de aquellas familias arruinadas aquí han vuelto a recrear vinos que apuntan en buena dirección. Las familias de la burguesía vinícola vivían de forma opulenta y nació la escuela malagueña de pintores del XIX y un niño cuyo padre pintaba palomas.

Pretendo solo reflejar pálidamente la riqueza que el mundo del vino siempre lleva consigo. Como el delirio del criollo afrancesado Carpentier en ‘Concierto barroco’, en cuya primera página se repite catorce veces el término plata, en una francachela de sedas y brocados con puños de crinolina, en el que parece como si el entrechocar de las cuberterías de plata con la vajilla también de plata reflejaran el sonido de la belleza. Así es la muestra. La ordenada sucesión de metales preciosos que el consumo del vino ha producido en la Historia. El vino siempre va unido a la elegancia y al estilo incluso en la pobreza. Como cuando Martínez de la Vega pintaba un Cristo o una Dolorosa en un trozo de cartón para con las dos pesetas que le daban irse al rincón de la barra amada donde apoyar su codo y seguir soñando. Podría ser el Sorolla ‘Entre dos luces’ que cierra la exposición.

Siempre metales preciosos y bellísimos objetos. Empaquetar el vino en un tetrabrik es una herejía indecente, una blasfemia. Marfiles africanos o hindúes transportados por las caravanas de Tombuctú, o la ruta de la seda en Samarcanda. Terracotas napolitanas y porcelanas de Caserta, o ánforas en las ruinas de Pompeya y Herculano, que descubriera Carlos III. Mármoles de Carrara para que Miguel Angel, o Cellini esculpieran ebrios Bacos , plata del Perú y oro de México en las gloriosas jarras de pico de los virreinatos españoles, o de las minas británicas, que antes fueron del Rey Salomón, porcelanas del Galeón de Filipinas junto a abanicos de marfil y mantones de Manila, porcelanas de Meissen , o de Sevres, cristales de Bohemia o Baccarat o los fileteados de oro de La Granja, barracas de roble americano en las que han dormido las soleras de Jerez, después utilizadas para envejecer a los maltas de Escocia… La historia del vino es tan antigua y tan entrelazada que las cabezas de carnero que servían de ritones en las fiestas dionisiacas griegas son las mismas que lucen en bronce en las esquinas del trono del Cristo de la Expiración.

El vino en la historia del arte

Una revisión histórica del caldo de caldos. / Álex Zea

Las coronas de pámpanos de los dioses helenos son las antepasadas de las que envuelven las columnas gigantescas del baldaquino del Vaticano y se crearon con la misma intención: glorificar a la vida y exaltar la resurrección tras la muerte. Muertos parecen los sarmientos en invierno. La consagración de la primavera trepa hacia la trascendencia de la posible Divinidad.

Mosaicos romanos, un frontal de una sepultura imperial, un lagar místico truculento, la sacra conversación en las bodas de Caná. Copas alemanas delirantemente barrocas en las que la plata sostiene una concha que sirve de cáliz. El bastón protocolario de bodegueros de Reims hecho con el cuerno de un narval. Tablas flamencas y bodegones holandeses, junto a incomprensibles bacanales de niños. La eterna belleza de Mantegna, o la sala de tapices donde la belleza está en las paredes de la sala vacía.

Y al final los contemporáneos a los que no tenemos que presentar. El más grande nació aquí y pintaba mujeres con ojos fenicios de Tiro y Sidón. En el patio de ocultas simetrías encontrarán una prensa con trescientos años. Intenten calcular el número de personas a las que ha hecho felices. «Libiamo, libiamo ne´lieticalici che la bellezza infiora…». Ni el vino, ni el arte son tópicos. Lo cotidiano nunca es un tópico. No lo son ni el atardecer, ni el amanecer, que llevan sucediéndose millones de años. Por los siglos de los siglos.