De buena tinta

Fiducia supplicans

El Papa Francisco

El Papa Francisco / Alessandro Di Meo / Zuma Press / Contactophoto

Pedro J. Marín Galiano

Pedro J. Marín Galiano

Tanto por su incuestionable apertura como por su indubitada cautela, la reciente declaración Fiducia supplicans, sobre el sentido pastoral de las bendiciones, ha saltado, como era de esperar, a la palestra de la opinión pública. Y ello, evidentemente, no porque la sociedad abrace un repentino interés por los pronunciamientos eclesiales, sino porque dicho documento contempla la posibilidad de bendecir a las parejas homosexuales y a las que se hallan, refiere literalmente, en situación irregular.

Sobre este particular, el texto presentado por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe y aprobado con la firma del papa Francisco expande las bendiciones más allá del marco litúrgico para no eclipsar con el sometimiento a demasiados requisitos morales la fuerza incondicional del amor de Dios en la que se basa el gesto de la bendición. Por eso, su redacción también apunta que no debemos «impedir o prohibir la cercanía de la Iglesia a cada situación en la que se pida la ayuda de Dios a través de la bendición».

Pero es que, en mitad de la novedad, la Fiducia supplicans también recuerda y apuntala sin ningún género de dudas la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre el matrimonio, indicando que esta doctrina se mantiene firme y que no se permite ningún tipo de rito litúrgico paralelo o similar que pueda causar confusión entre las referidas bendiciones y el matrimonio canónico. Así pues, por eso añade, «precisamente en este contexto en el que se puede entender la posibilidad de bendecir a las parejas en situaciones irregulares y a las parejas del mismo sexo», que esta declaración no implica convalidación oficial alguna de su status ni alteración de la enseñanza perenne que la Iglesia mantiene sobre el matrimonio. 

Y si bien uno se alegra de todo aquello que la Iglesia apertura a través del sagrado entendimiento del magisterio, también, al mismo tiempo, resulta casi inevitable sumarse a la extraña sensación desde la que pareciera que la novedad que explicita la Fiducia supplicans queda deslucida por la excesiva y repetitiva cautela a través de la cual su redacción reitera en sobradas ocasiones, una y otra vez, lo que la gran mayoría entendemos de manera diáfana: que tales bendiciones no suponen una variación de la doctrina eclesial sobre el matrimonio.

Es por ello que, en mitad de unas aguas tan objeto de polémica y tan carne de cañón de pronunciamiento social, era previsible que no tardara en aflorar lo que ya ha aflorado: esa inevitable multiplicidad de reacciones públicas en la que seguidores y detractores, creyentes o no, ansían testimoniar su parecer a favor o en contra.

Personalmente, dejando a salvo las sensaciones que emerjan en el corazón de cada cual, entiendo oportuno afirmar que, desde la concreta potestad que otorga el estado clerical, no es de recibo que un ministro ordenado se posicione públicamente en contra del sentir manifestado por el Espíritu Santo a través de su Iglesia, irrogándose frente al papa Francisco la autoridad con la que el apóstol Pablo amonestó públicamente a Pedro en Antioquía: una comparativa que, sin pudor alguno, se ha llegado a explicitar en el comunicado de alguna archidiócesis del este cuyo nombre no soy capaz de recordar en este momento. Pero es que, por si fuera poco, ello no sólo supone una quiebra de la comunión eclesial, sino también una posible conculcación del derecho canónico desde el mismo momento en el que dicha archidiócesis prohíbe a sus ministros ordenados impartir una bendición en los términos legítimos y sobre aquello que la Iglesia ha permitido abiertamente que se bendiga.

Y es que, en este sentido, lo que uno piense desde el estado clerical queda fuera del oficio: habrá que bendecir, somos soldados, a todos aquellos que lo pidan en sintonía con lo dispuesto por nuestra Madre la Iglesia, y punto. Porque lo contrario, nos guste o no, sería actuar como si uno tuviera mejor criterio que la Iglesia y, por consiguiente, como si se estuviera más capacitado que el Espíritu Santo, que alumbra los signos de los tiempos; y eso es caer en el negro agujero de la soberbia, donde el diablo habita tan plácidamente.

Porque no nos corresponde, en modo alguno, escalar el cielo y, por encima de las estrellas de Dios, elevar nuestro trono para vetar desde lo que no somos, sino más bien propiciar lo que la Iglesia expande a la luz del Espíritu.