A renglón seguido

La confrontación como estrategia

Izquierda y derecha existen porque representan intereses diferentes y aspiran a modelos socioeconómicos y políticos distintos, incluso dentro de esta democracia liberal y representativa

Sesión Plenaria en el Congreso de los Diputados.

Sesión Plenaria en el Congreso de los Diputados. / EP

El frentismo que practica la oposición, esa que grita que viene el lobo o que España se rompe, etc., es una estrategia tan vieja como la propia política: hacer frente común para desalojar del poder a quien gobierna. Pero cuando está basado en la descalificación permanente del adversario, en el acoso continuado al poder ejecutivo, y carece de la mínima lealtad institucional, adquiere calificativos propios y se convierte en confrontación. Ni siquiera ante los asuntos de Estado existe en nuestro país una oposición constructiva, porque la derecha actual cuando no gobierna no deja gobernar, porque considera que el poder es suyo y que solo a ella le corresponde. Craso error. Llegará el momento en que vuelva a gobernar, y en esos momentos demandará una oposición leal que respete el veredicto de las urnas. Por eso resultan muy cuestionables las declaraciones del líder de la oposición utilizando el Senado para mostrar el poder de la derecha en la cámara de representación territorial, y oponerlo al Congreso en el que realmente reside la voluntad popular y la soberanía nacional. ¿No es eso confrontación?

Tradicionalmente, la izquierda y la derecha (así como sus plurales) siempre se han diferenciado, sobre todo, por las políticas económicas y sociales, por mucho disfraz ideológico con el que se revistan sus líderes. Izquierda y derecha existen porque representan intereses diferentes y aspiran a modelos socioeconómicos y políticos distintos, incluso dentro de esta democracia liberal y representativa de la que nos hemos dotado, y que hemos de defender de quienes precisamente quieren arrogársela como patrimonio propio cuando es de todos los españoles. Por eso, al no haber grandes razones para criticar la situación económica o los avances sociales, la confrontación política se ha centrado en las denominadas esencias de España, aquellas que apelan a los sentimientos y a las emociones del pueblo, y no en políticas económicas o sociales concretas, pues en estos casos la gestión del gobierno socialista ha sabido capearlas con éxito razonable. Se esgrime, por el contrario, la idea de la ruptura de España; se aducen agravios comparativos entre territorios; y se pontifica sobre el sentido de España, como si ésta les perteneciera. Es cierto, que la poco fiable compañía de Junts y la aritmética electoral están proporcionado sonados argumentos a la oposición. Pero la cuestión territorial no es un problema nuevo, sino que ha sido recurrente históricamente; y, por tanto, quizás haya llegado ya la hora de prestarle la atención necesaria para intentar solucionarla.

España es plural, y lo ha sido siempre, desde sus orígenes como nación. Y sigue siéndolo. Y ése es nuestro ser constitutivo como españoles. Esa es nuestra riqueza. Y eso nos hace singulares como país. Pero eso requiere cambios en la gobernanza, y que surjan nuevos gobernantes que afronten los cambios que la propia dinámica histórica provoca. Y nuevas políticas que acerquen desde la diferencia los diferentes territorios que componen el Estado español, creando estructuras no disgregadoras, sino cooperativas y solidarias desde la autonomía y el autogobierno. Y, sobre todo, una visión común del Estado, pero que tenga en cuenta nuestra diversidad territorial. Cuando los españoles votan en las elecciones, haciendo uso de su derecho, están ejerciendo su soberanía, la que determina la Constitución, y el mapa cuatrienal resultante es el fruto de la opinión libremente expresada de todos los ciudadanos sin excepción. Y eso no es cuestionable en democracia. Ni puede ser utilizado como arma arrojadiza contra el adversario político, que no enemigo. España es hoy lo que reflejaron las urnas. Y los partidos que en cada momento concurren a las elecciones lo hacen porque la ley se lo ha permitido. Todos ellos actúan en el marco de la ley, y se deben a ella. La Constitución es la que marca los límites, solo fuera de las cuales se encuentran las líneas rojas que no hay que cruzar. Y, si hay dudas, sobre ellas el Tribunal Constitucional habrá de pronunciarse. Afortunadamente, nuestra democracia no tiene pies de barro, sino que pese a las polémicas y a las movilizaciones que se han producido semanas atrás es lo suficientemente sólida para garantizar la estabilidad de la vida pública. El caos, el miedo, la desconfianza que tratan de generar ciertos sectores de la clase política y una parte de los medios de comunicación son infundados, y se deben a una estrategia perversa de confrontación con quien ostenta la responsabilidad de gobernar, que conduce al odio y a la división de la opinión pública y de la sociedad, que hay que erradicar como una obligación del propio sistema democrático. La sociedad civil tiene ante esto mucho que decir y que opinar. Por eso, hay que oír de verdad a los ciudadanos y no suplantar su voz con declaraciones grandilocuentes y mayestáticas, que son reflejo de la mediocridad política.

Suscríbete para seguir leyendo