El paseante

Un 14 de febrero

El hombre ha desplegado un abanico de personalidades que aletea entre aquella de Net Flanders y esta de Homer Simpson

Un espectador ve un partido de fútbol por la televisión

Un espectador ve un partido de fútbol por la televisión / L.O.

José Luis González Vera

José Luis González Vera

Tras millones de años de una evolución plena luchas épicas contra una naturaleza siempre hostil, el hombre ha desplegado un abanico de personalidades que aletea entre aquella de Net Flanders y esta de Homer Simpson. Alguien en algún despacho hace tiempo, decidió que, el pasado 14 de febrero, todas las emisiones en televisión analógica pasarían a ser digitales, o algo de eso. Yo milito en la órbita neuronal de los Homer. El eco de los anuncios de tal maniobra tecnológica, difundidos hace muchos años, de vez en cuando, rebotaba por el vacío del área más o menos consciente de mi cerebro, como una voz indescifrable que me indicaba que cambiase mi televisor, aún en blanco y negro. Pero como me subyuga esta militancia estética frente al gris uniforme de la vida cotidiana, pues eso. Me pilló el apagón televisivo mientras yo, ataviado de Papá Noël, por aquello del reciclaje de ropa, sentado a la mesa única de un restaurantito apenas iluminado por la estufa del asador de pollos, juraba amor eterno durante las siguientes dos horas a una chica Tinder que, apenas, dudó en descargar su espray de pimienta defensivo sobre mis dos ojos, antes de despedirse con gestos cómplices de los camareros del local. Esos Flanders que habitan entre nosotros actualizaron sus aparatos hace años, mientras los Homer, en algún caso, no sólo hemos tenido que peregrinar hasta la consulta oftalmológica por secuelas del gas irritante, sino que coincidimos ante los mismos altares de esos comercios de electrónica popular donde sus sacerdotes, que hablan una lengua ininteligible para los mortales, nos comunicaron que los dioses del oriente, junto con sus camellos, habían castigado nuestra desidia mediante la carencia de dispositivos milagrosos que solucionaran esa maldición que para cualquier familia media supone tener que leer un periódico o un libro, por ejemplo o, lo que sería peor, tener que hablar entre sus miembros.

En mi caso, que vivo con mi madre, el apagón nos convirtió en enjaulados agresivos. Impulsado por una tensa jornada hogareña del día 15, me arrojé a las calles y, mediante algún episodio de violencia menor en mitad de una turba que luchaba por la adquisición o hurto de uno de estos cacharros que desenlazasen el nudo del drama, el griterío del televisor volvió a bendecir cada rincón de nuestra casa. Una vez desatada y desamordazada mi madre, y ya en su sillón y frente a su programa favorito, cesó sus maldiciones hacia mi negligencia y fecha de nacimiento. La película narraba la batalla de Stalingrado. Cuando el ejército nazi estaba muy ocupado violando soviéticas, mi madre tenía ocho años y, tal vez, sea debido a ese detalle cronológico, por lo que cada nuevo mando a distancia le provoca la misma ansiedad que a mí la idea de apuntarme a un gimnasio. Cuando busqué, hace poco, un microondas que no fuese digital sólo encontré un modelo diseñado por la extravagancia retro del fabricante como un capricho del siglo anterior con precio del próximo milenio. La exclusividad se paga. He reparado la puerta de la lavadora con cinta adhesiva para que mi madre no se sienta desplazada por sus propios electrodomésticos. Eché de malas maneras a un tipo que vendía inodoros japoneses, de esos que apenas te sientas sobre su tapa te realizan un análisis completo de triglicéridos, te leen el horóscopo, las previsiones bursátiles y mandan fotos del evento a tus follower por redes sociales, eso sí, con sonrisa de personaje manga. Un chorrito de agua perfumada sobre el centro del ano culmina tan íntimo espectáculo matutino. Caminamos hacia la extinción de los mayores y de los Homer. Tengo depositada las esperanzas de mi vejez en la inteligencia artificial que, en caso de ser inteligente de verdad, se ocupará de aspectos tan esenciales para el bienestar del usuario como, por decir algo, la recarga automática de las pilas del satisfayer masculino para que no me quede otra vez con los pantalones bajados y sin feria, una estampa aún más grotesca si me imagino con los pañales puestos.