El paseante

Valencia

Hace ya tiempo que Valencia se me cruzó en el destino. Después de Málaga, quizás sea la ciudad donde más y mejores amigos tengo

Málaga alzó su Malagueta como una mini-Manhattan, y hasta hay quien indica que ese catálogo de faraonismos provincianos modificó el régimen de vientos de levante

Málaga alzó su Malagueta como una mini-Manhattan, y hasta hay quien indica que ese catálogo de faraonismos provincianos modificó el régimen de vientos de levante / Álex Zea

José Luis González Vera

José Luis González Vera

Me ha impresionado tanto el incendio de Valencia que no puedo escribir sobre ello. Cada semana procuro que quienes tengan la bondad de leer estos dos largos párrafos en los que condenso mi percepción del mundo y su sordidez, se ría o, al menos, gesticule una mueca irónica que le alegre una jornada a la que los titulares periodísticos intentarán amargar igual que campanadas de difunto. Será verdad aquel verso de Joan Margarit: «amar una ciudad es amar uno solo de sus habitantes». Hace ya tiempo que Valencia se me cruzó en el destino. Después de Málaga, quizás sea la ciudad donde más y mejores amigos tengo, con el permiso de mi adorada Euskadi. No hago recuentos de esa geografía intransferible del cariño. Mi novia (dicho sea de paso, no sé cómo me soporta) es valenciana y en la «terreta» vive su familia a la que también considero mía. Conozco una Valencia que no sólo rima con la grandilocuencia de aquellos espacios donde la arquitectura, no sé si futurista o simplemente de circo, exhibe su poderío. Las dimensiones de la Ciudad de las Artes y las Ciencias alrededor del emblemático Hemisfèric imitan aquellas de la Gotham City de Batman. Una ostentación de múltiples derroches en una urbe mediterránea con una personalidad muy definida en sus edificaciones tradicionales, pero los excesos de ingenierías gustan a un tipo de turismo necesitado de paisajes desde los que insertar un selfie en las redes. Las calles de la zona centro parcelan, bajo los pechos exuberantes del mural dedicado a Rosita Amores, rincones aún dignificados por algún comercio añejo, alguna librería, cuchillería o taberna de esas que, derribado el edificio que la albergaba, son reproducidas mediante mobiliario global de franquicia que imita, made in China, a aquel que acabó en la basura junto con la carta de platos hogareños y vinos del país, ahora sustituida por el QR del escaparate que nos desvelará un menú repleto de paellas que llegarán a la mesa directas desde el microondas.

Más allá de alguna similitud botánica, Málaga y Valencia apenas se parecen. El imaginario colectivo considera que, por ejemplo, disfrutamos igual clima. Sequía aparte, la humedad en Málaga es mucho menor que la de aquellas costas donde en invierno ya no sabes qué más vestir para que el frío abandone tus huesos, mientras que en verano no sabes qué más quitarte para que cese el manantial de sudor. Por lo demás, la enraizada pujanza del comercio e industria valencianos dotó a su ciudadanía, por ejemplo, con un mercado central donde el blanco de sus suelos y la claridad de sus vidrieras multiplica la sensación de limpieza y buena disposición de todos los tipos de alimentos que allí se despachan. Las impresionantes puertas de las murallas medievales que aún se conservan, Quart o Serranos, abren el paso a barrios donde florecieron talleres, lonjas y universidades hoy con prestigio internacional. Las actuales zonas de expansión urbana exhiben un catálogo de rascacielos, voluminosos edificios piramidales y esa cierta voracidad edificadora que consideramos termómetro del progreso. Las imágenes del incendio parecían llegadas desde cualquier lugar extranjero donde las dimensiones de esas colmenas humanas aparentan una ordenación, según escalera y planta, de la prosperidad de sus residentes, la verticalidad fálica del vigor financiero. Málaga, una ciudad de VPO, como dice mi amigo Emilio del ‘Emily’, alzó su Malagueta como una mini-Manhattan, y hasta hay quien indica que ese catálogo de faraonismos provincianos modificó el régimen de vientos de levante que, apenas, refresca ahora al resto de barrios durante esos días en que el verano se hace verdugo. Otro conjunto de nuevas torres van a modificar la línea del cielo malagueño como así ha sucedido con el valenciano, donde la altura ha mostrado de un modo muy cruel que ni es sinónimo de bienestar ni de civilización. Será verdad aquel verso de César Vallejo que expresa cómo tras ciertos golpes la resaca de todo lo sufrido se empoza en el alma. En efecto, ni siquiera permite la escritura.