Opinión | El ruido y la furia
Insultos
Una prueba irrefutable de la degeneración de la sociedad contemporánea es, precisamente, el uso que hace del insulto
Altisidora, un personaje tremendamente atractivo pero muy olvidado del Quijote, puede que sea la autora del mejor insulto de toda la obra, en la que insultos precisamente no faltan. La joven (menos de quince años), enamorada del Caballero de la Triste Figura, en un determinado momento le llama «cuesco de dátil». No termina uno de saber si se refiere a la inutilidad del hueso del fruto de la palmera (cuesco es eso en primera acepción, hueso de algunas frutas) o se refiere a una ventosidad (cuarta acepción), con lo que entraríamos en el espacio figurativo, con una personificación y una metáfora (pues podría significar, al mismo tiempo, que lo expele el propio dátil o aquel, presumiblemente muy pestilente, que provoca en las personas el consumo de dátiles). Incluso puede que todo al mismo tiempo, convirtiéndose así en uno de los más redondos insultos que puedan encontrarse.
Ya habló Arthur Schopenhauer del arte de insultar, un arte que desgraciadamente está viviendo acaso sus horas más bajas. No es necesario recordar aquí los deliciosos y divertidísimos duelos dialécticos que en el Siglo de Oro protagonizaron las más deslumbrantes mentes de la época, los consabidos cruces de injurias entre Francisco de Quevedo y Luis de Góngora, ni pedir que se les iguale, pero agradecería uno un poco más de ingenio. Quizás sea necesario reivindicar una pizca de gracia y no el trazo grueso que, día a día, estamos obligados a contemplar. El insulto alcanza categoría literaria, artística, cuando no se basa en la vulgaridad, cuando gana en estética y se eleva sobre su intención para glorificarse en su forma. Pero últimamente estamos asistiendo a cruces de palabras ofensivas carentes de agudeza y de ideas, utilizadas por políticos para desacreditar a sus rivales pero sin la más mínima chispa (ya nos advirtió Carlos Fuentes que «la política es una cena entre bárbaros»), dejando en evidencia que a ellos se les podría insultar terriblemente si les llamásemos inteligentes.
Una prueba irrefutable de la degeneración de la sociedad contemporánea es, precisamente, el uso que hace del insulto. En el poema épico inglés ‘Beowulf’ el intercambio de insultos se considera una forma de combate equivalente a un duelo de espadas. Pero se ve que hemos cambiado el florete por el garrote y así nos va.
Los seres humanos nos hemos insultado a lo largo de toda la historia y lo seguiremos haciendo, es inevitable. La cuestión, por tanto, estriba más en las formas que en el fondo. Un insulto ágil, ocurrente y original (es importante que no se repita jamás) gana cualquier pulso. Lo otro, eso tan soez que se grita, el exabrupto peleón, chabacano y barriobajero acaba siendo un espejo, definiendo exactamente a quien lo pronuncia.
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