Opinión | De buena tinta

Olvidar

Olvido

Olvido / L. O.

El olvido se configura como una silenciosa realidad interior que, totalmente ajena a nuestra voluntad, se mueve a caballo entre las pálidas fronteras de la desidia, el saneamiento espiritual y la misericordia. Qué curiosa y extraña realidad, les dejo a ustedes calibrar si buena o mala, la de aquel que tuviera el poder de controlar el olvido a voluntad. Y es que, en ocasiones, fíjense, uno se olvida de lo que quiere recordar, y jamás consigue olvidar aquello por lo que ruega a los cielos y a la tierra que se le permita pasar página. No olvida, pues, quien quiere, sino quien puede. Pero en la mayoría de circunstancias, como digo, el olvido acontece sin más y, simplemente, aterriza silencioso, como un fantasma viejo.

Mi madre siempre proclamó que este servidor de ustedes tenía una especial capacidad para el olvido de lo cotidiano: un olvido trivial e irrisorio que afectaba a realidades tales como bien pudieran ser la necesidad de comprar una bombilla, hacer una llamada telefónica o ejecutar a tal hora tal encargo.

Pero existe un olvido de hondura, mucho más profundo, cuya presencia o ausencia ilumina u oscurece los rincones de nuestras emociones vitales más mayúsculas. Este tipo de olvido, vinculado en ocasiones al rencor, al reproche o al desamor, si bien pudiera parecer que, pasado un tiempo, se persona lleno de energía durante los luminosos tramos del día, se evapora, sin embargo y por el contrario, en esas ingratas horas de la nocturnidad que nos pueden resultar tan desfavorables. Porque uno sólo olvida aquello que no le importa, y recordamos hasta el infinito aquello que se clava en el corazón, independientemente de que nos haga bien o nos haga mal. Al fin y al cabo, ya lo cantó Sabina: que tan sólo le hicieron falta diecinueve días para olvidarla, más la friolera de quinientas noches. Y es que en la noche se presentan gratamente esos fantasmas del olvido que aún no es, esos fantasmas que, básicamente, no dejan de ser deseos insatisfechos, historias no cerradas, despedidas inesperadas o conflictos no resueltos. Tengan en cuenta, insisto, que uno no olvida ni hace por olvidar aquello que ama si lo tiene incorporado gratamente en sus días.

Es por ello que, a lo largo de la vida, acontecen numerosas situaciones en las que el ser humano clama por el olvido a los fines de superar baches emocionales infranqueables, buscando, frente a su ausencia, otra serie de caminos alternativos que no dejan de ser aquello del pan para hoy y el hambre para mañana, caminos tales con la venganza o el perdón y que Borges definirá como una suerte de ruta esquiva de la principal: «Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón».

Y es que el olvido, nos guste o no, jamás es para siempre. A veces, para que nos suelte la mano, tan sólo son necesarias aquellas pequeñas cosas que nos cantaba Serrat y que, desde su extrema sencillez, tienen potencial para desencadenar mil torbellinos en lo más profundo del corazón y del alma: «Aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas en un rincón, en un papel o en un cajón».

El olvido, en definitiva, es ese niño caprichoso tras el cual corremos cuando lo necesitamos y a quien no podemos dar alcance, mientras que en otras, es un fiel acompañante que nos protege durante años de manera silenciosa y que, cuando menos lo esperamos, desaparece para dejarnos desnudos, ya frente a la cruda realidad de la herida abierta, ya frente a la silenciosa melancolía del amoroso recuerdo revestido de ausencia.

Aunque no siempre la cuestión precisa tanta hondura. Hay otros casos en los que el olvido emerge como un fiel compañero de juergas que se presenta para quedarse, un compañero frente al cual ya nadie nos tiene que pedir perdón, porque ya no nos importa. Pero, con todo, si bien es cierto que, en ocasiones, el olvido se alza como un acompañante necesario, deseable y cómodo, no terminen de fiarse de él, pues es volátil, caprichoso y poco fiel, pudiendo desaparecer en el más impredecible de los instantes para derivarte a la conclusión de que jamás estuvo allí. A fin de cuentas, ya lo decía Neruda: «Es tan corto el amor, y tan largo el olvido».