Opinión | Mis días marinos

Cielos violentos

Cielos violentos.

Cielos violentos. / Mariano Vergara

Crepúsculos sangrientos como heraldos de violencia revestidos de una arrebatadora belleza asolan nuestros cielos de vientos desérticos del sur. La arena sahariana cruza el mar y deja caer una torrencial cascada de agua roja, como en las plagas de Egipto, que Moisés Heston provocaba con su cayado, mientras el siberiano Ramsés Brynner paseaba su gallardía tártara de brazos cruzados y trenza descentrada por las marmóreas escalinatas de un Nilo de atrezo. La magia del cine grandioso de la época bíblica, romana y anglosajona, en que los movimientos de aterrorizadas masas humanas, o ágiles carros de guerra faraónicos, o ejércitos árabes de esbeltos camellos conducidos por un deslumbrante Lawrence O’Toole, eran realmente dirigidas por el grandioso David Lean, se ve hoy sustituida por cientos de miles de monigotes de ordenador, que, como espermatozoides de Woody Allen en su película sobre el sexo, pugnan alocadamente por salir los primeros en un presunto coito, que después provoca el pánico y la retirada veloz al comprobar que se trata de una ficticia masturbación.

Tímidamente y para evitar el terror que provocan los cielos rojos orientales, la gente habla de un color naranja ciudadano, que siempre suena más civilizado, aunque también menos contundente. Los cielos de Málaga están rojos y no hay ficción en ello. La película de nuestras vidas ya no discurre por el camino de ladrillos amarillos del mago de Oz, la casa de la pradera la arrasaron los apaches hablando con absoluta y deseada incorrección política, Penny Lane está cortada por obras, no hay amor en el aire sino arena, es imposible cantar bajo una lluvia de barro y los jinetes que galopan por el cielo puede que sean los del apocalipsis. El humo no ciega tus ojos, sino el polvo que el viento arrastra y ya ni nos acordamos de los últimos días de vino y rosas. A ver si al final la Biblia y Nostradamus van a llevar razón…

Pero todo esto no es nada. Carece de importancia en estos días en que el más pequeño error puede conducir a la hoguera nuclear

En medio del barro de una Málaga enfangada, se alza el irremediable borrador del proyecto de la torre del puerto. Una pérgola chirimbolesca en postura absurda y sin sentido acogota y asfixia con sus garras metálicas e inútiles la bella torre de barroco octogonal de la iglesia de Santo Domingo. ¿Quién ha concedido a la Gerencia de Urbanismo licencia para matar la belleza? La pérgola remeda a un cadalso. Las tribunas cubiertas por voladizos de fórmula uno enfilan la plaza de la Marina como un gigantesco circuito, conduciendo a un estúpido final de la carrera oficial al pie de la torre mocha de la Catedral, ajeno a cualquier rito o liturgia, mientras a la derecha ya se alza la rampa metálica y esclava por la que parece que va a ascender Cleopatra Taylor en vez de la Theotocós, la Madre de Dios. La estructura velada de Correos se alza como un fantasma maloliente y frente a ella, el abandonado edificio de Hacienda esconde la mano oculta - que nadie se atreve a denunciar en voz alta por miedo - de quién es el responsable de tamaño latrocinio. Todo es silencio amedrentado, mientras continúa el expolio. El hotel de Moneo - que es de lo más digno que se ha construido en los últimos años en la ciudad, a pesar de todo - se refleja en los charcos, que el agua leve de la apertura del pantano del Limonero ha creado en el canal seco del río, al mezclarse con detritus de mendigos viviendo bajo el puente, cacas de perros de peligrosas razas conducidos por sus tatuados amos, cagadas aéreas de gaviotas asesinas de palomas enfermas y barro de zapatillas de deportes de adolescentes de última generación. La inacabada ciudad de los cielos muta su belleza en espanto cuando las imprescindibles nubes, la fértil lluvia, el viento insoportable y el polvo ajeno y extraño ocultan la luz imposible y arcangélica que desciende del paraíso en tardes de cielos rosas y azules amaneceres.

El hotel de Moneo - que es de lo más digno que se ha construido en los últimos años en la ciudad, a pesar de todo

Pero todo esto no es nada. Carece de importancia en estos días en que el más pequeño error puede conducir a la hoguera nuclear. Defectos más o menos graves de una ciudad, que alegre y confiada espera la primavera, la risa, la alegría de vivir, los días envenenados de azules, los paseos por Pozos Dulces con un helado de la Casa Mira de Andrés Pérez, que recuerda a Viena, un chiringuito una noche de la luna de agosto, el penetrante azahar que ya empieza a inundar los jardines de Cister, el sonido de las torres de las iglesias, que se cruza con los crujidos de los palios y las campanas edilicias de unos tronos, que nunca debieron cambiar su imperfecto recorrido por un nuevo trayecto absurdo…todo esto no es nada, penas de ricos, protestas de gente ociosa, comentarios más o menos afortunados a una realidad placentera, todo esto no es nada, sino puro voluntarismo del amor a nuestra ciudad, mientras muy lejos de aquí, en la Plaza Roja de Moscú, un psicópata de cara abotagada por el Botox, la cortisona o el alcohol juega a la ruleta de su país con nuestras vidas, con nuestro mundo, con nuestra forma de vida y, lo que es peor, con nuestra posible y no descartable muerte. Un psicópata, siendo amable y condescendiente. Un monstruo asesino, que aún encuentra comprensión a sus crímenes entre muchos y muchas. Sobre todo entre la gentecilla de extrema derecha oculta bajo el manto de su pretendida sapiencia y de extrema izquierda, antes impartiendo vociferante doctrina en asambleas universitarias y hoy dirigiendo - es un decir - un país al borde del abismo en las mullidas alfombras de un insoportable poder. En la aburrida e inútil Bruselas todo parece ir como la seda bajo la sonrisa beatífica de un anciano medio alelado y distante, mientras unos y otros intentan hacerse fotos con él, el emperador de los helados, mientras ellos también juegan con nuestras vidas que es lo único que realmente tenemos, aunque nadie se entere. No tenemos nada, no somos nada, no venimos de ningún sitio, ni vamos a ningún lugar. Somos un mero accidente instantáneo en la eternidad.

Un monstruo asesino, que aún encuentra comprensión a sus crímenes entre muchos y muchas. Sobre todo entre la gentecilla de extrema derecha oculta bajo el manto de su pretendida sapiencia y de extrema izquierda

Pero el tiempo que estemos aquí, tenemos derecho a ser felices, eso que Ortega decía que era solo una cuestión química. Y para ello hay que aceptar que las cosas no son como eran y ya nunca van a volver a serlo. Hay que conformarse con el momento en que hemos nacido y con lo que nos ha tocado. Nos ha tocado lo que algunos llaman un cambio de era, de paradigma, un punto de inflexión y tenemos que acostumbrarnos a las nuevas circunstancias, sin saber siquiera cuales van a ser estas, ni siquiera si vamos a tener nuevas circunstancias. Ayer una joven esposa ucraniana contaba desde su casa de Kiev, en la que continúa con su marido esperando pacientemente al ejército invasor, que ya conocen la diferencia del sonido de los misiles, de los bombarderos, de las ráfagas de metralla, de los disparos. Saben distinguir las diversas manifestaciones del mal. Y junto a ello, recuerdan el pasado y se alimentan de la dulce evocación de los días felices y de los sueños de lo que harían si las cosas volvieran a ser, simplemente a ser. Y lo peor es que muchos de los jóvenes invasores no saben ni por qué están allí. Los niños que llegan a las fronteras de Polonia son felices estrechando junto a sus corazones los peluches que les regalan y las madres ucranianas de chicos en edad militar, continúan levantándose muy temprano, con el corazón en un puño, los ojos enrojecidos por la vigilia que produce el miedo, para ir en autobús, junto a anteriores compañeras rusas, hoy enemigas espalda contra espalda, a trabajar en las casas de Málaga para enviar dinero a sus hogares, mientras escuchan penas de ricos, cumplen caprichosos encargos, soportan malos, o buenos modos, según se tercie, y también reciben abrazos, cariño y apoyo generoso en muchos casos. Y mientras planchan ropa ajena, recitan de memoria entre lágrimas los versos inmortales de Taras Shevchenko en su Testamento:

«Cuando yo muera, enterradme

En una tumba allá arriba,

Sobre un cerro que domine

Toda mi Ucrania querida,

Que inmensos campos se vean,

Y al Dniéper con sus colinas,

Que se le vea y se oiga

Cómo ruge y como grita».

Pronto cambiará el viento. Y el cielo dejará de ser extrañamente rojo. Y tras una lluvia mansa y fresca un sol amarillo asomará sobre la línea del horizonte de un mar azul con brisa de levante.

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