Opinión | Mis días marinos

Setenta años de lealtad mutua

Coronación de la Reina Isabel de Inglaterra.

Coronación de la Reina Isabel de Inglaterra. / Mariano Vergara

Es muy posible, altamente probable y, en cierto modo, explicable que escribir estas líneas me cueste el berrinche de algunos, el enfado de bastantes más y el regocijo de otros pocos de entre los que las lean. Porque, como ya habrán reparado los más observadores de mis lectores y especialmente los anglófilos, como quien escribe, que somos más de lo que suponen los afrancesados, la foto que encabeza esta página no es otra cosa que el momento de la coronación de Isabel II en Westminster el día 2 de junio de 1953, cuando la mayoría de ustedes no habían nacido y yo no tenía más de cuatro años. Casualmente tengo la misma edad que el príncipe de Gales, pero desafortunadamente no tengo una madre casi inmortal, ni me espera ningún reinado. La foto corresponde a un gran catálogo de imágenes de aquel día lejano, que con el británico nombre de A Royal Garland, cogí de Villa Cristina, la casa de mis tíos Heaton, antes de que alguien se me adelantara. Desde muy pequeño, tuve tal fascinación por la prensa, los libros, los cuentos, el papel, los lápices y el olor a librerías y bibliotecas, que en cierta ocasión en la que, siendo yo niño, un camarero del Velázquez en Madrid me dijo que iba a traerme un tebeo, mi padre sin inmutarse le dijo: «a él tráigale mejor otro ABC». Y continuó leyendo el suyo mientras una aceituna descansaba en el fondo vacío de una empañada copa de dry martini, a la vez que sus piernas cruzadas mostraban la espléndida caída de la franela gris de su traje, obra del maestro sastre don Agustín Salvago. En casa de mis padres había discos de pizarra de Manolo Caracol y de la Niña de los Peines. Y de Doña Francisquita y Caruso. Pero también del God save the Queen y del discurso de Jorge V a la Commonwealth, aunque realmente nadie escuchaba ninguno de ellos y yo ignoro su procedencia. La operación de oírlos era muy complicada teniendo en cuenta lo de buscar la aguja, que era una especie de púa cuyo pinchazo era bastante desagradable. No merecía la pena. Como también ignoro la razón de que siempre hubiera mermelada de naranja amarga, mi madre hiciera plum cakes con cierta frecuencia y mi abuela hablara con aburrida asiduidad en las tardes de verano de sus diez años interna en las irlandesas de Gibraltar. También procedente de Villa Cristina tengo el Tom Brown’s School Days , los Guillermos de Richmal Crompton y muchos libros de caballos, castillos y fotos de la familia real británica, empezando por el Queen Alexandra’s Christmas Gift Book. Mi padre siempre despedía un cierto aroma penetrante al Atkinsons English Lavender, hasta que descubrió mucho más adelante la dulce suavidad del Eau Sauvage de Dior. Mi madre tenía una amiga gibraltareña que se llamaba Kitty Culatto muy guapa y otra perversa, María Opel, francesa sin duda.

Todo esto no son recuerdos deslavazados y traídos por los pelos. Son el entramado, la urdimbre, el entrecruzado de mimbres que aún vagan por mi cabeza como fantasmas de un pasado, cuya razón y origen ignoro, pero que han conformado mi ser y mi existir y de alguna forma han hecho que, siendo un niño de apacible carácter, curioso observador y bastante estupefacto ante la realidad, me dedicara a leer incansablemente, de manera especial historia y literatura inglesa. Es por ello que me interesa especialmente todo lo que ocurre en aquel país, al que llegué a añorar antes de ir por vez primera, como si en una existencia anterior, en la que no creo, hubiera nacido, o vivido en Tumbridge Wells. Si a ello se une mi evolución ideológica al conservadurismo liberal y mi convicción de que la monarquía parlamentaria es la forma ideal de gobierno en un país civilizado, el círculo está cerrado.

El problema está en que uno puede ser monárquico o republicano, siempre y cuando estemos hablando de la forma de designar al Jefe del Estado, no de un cambio de régimen a posiciones revolucionarias, en las que unos tienen la facultad discrecional de otorgar a los otros carnets de demócratas, decidir qué es verdad y qué no, dictaminar lo que ocurrió en el pasado realmente y lo que ha sido inventado, proclamar la verdad oficial y hasta señalar los términos correctos para llamar a las cosas, las personas, las situaciones. Para ello llegan a decir auténticas imbecilidades - seguramente esto último estará prohibido pronto por su carácter agresivo - como por ejemplo esa aportación a la cultura occidental de la nueva musa de cierta izquierda, llamada Yolanda Díaz, cuya cualificación profesional, ocupación previa y cargo actual ignoro, que consistió en decir «débiles y débilas». Y en este plan. En cualquier país de nuestro entorno, por muy estúpidamente correcto y obediente a los códigos impuestos que sea, una idiotez así le cuesta el cargo. No hablo ya de los plagios de las tesis…

Setenta años de fidelidad mutua. Ese es el verdadero pacto de un pueblo con su reina. Fidelidad y lealtad mutuas. La corona inglesa ha soportado, especialmente en 1992, el annus horribilis, todo tipo de corrupciones, deslealtades, infidelidades, divorcios, acusaciones de pederastia, incluso muertes. Y ha sufrido problemas tremendos como Irlanda del Norte, las Malvinas, Suez o el Brexit. A nadie se le ha ocurrido poner en duda la institución, ni ha soñado con guillotinas, quizás porque en la Jefatura del Estado lleva setenta años una mujer que se marcó como objetivo la lealtad, el rigor, la dureza, la rigidez, la moderación, la autoridad moral - auctoritas - de su ejemplo. Una mujer que, como decía Givenchy «viste como una reina», no como una influencer. Su inseparable bolso, que forma parte de ella aparentemente. Sus pañuelos a la cabeza y el Barbour en el campo. Su incomparable grandeza en la apertura del Parlamento. Sus atrevidos, brillantes y hermosos tonos. ¿Alguien ha visto alguna vez las manos de la reina? Una mujer que mantiene la pompa y el boato, el esplendor del dorado y el clamor de las fanfarrias en la representación de la magia de una institución, a la que, como escribió Bagehot, el gran teórico de la monarquía parlamentaria, no se le puede poner a la luz, ni despojar del halo de la magia y la grandeza. Desde el momento en el que un rey - o un presidente de una república - permite que un candidato a jefe de gobierno le visite ataviado como un homeless y en el parlamento se entre como un pordiosero, o con actitudes chulescas, provocativas o amenazantes, ese régimen político está agonizante y con visos de un final no muy agradable. Insisto en que la religión y la monarquía se quedan en nada si se les desnuda de la pompa y la circunstancia de Elgar. La entrada de la Reina, como Jefa de la Iglesia Anglicana, en Westminster, o en San Pablo tiene un cierto aire sagrado, como cuando hace un giro para respetar y no hollar con su planta la tumba de un guerrero desconocido. La trascendencia, incluso entre agnósticos, no puede reflejarse en los cantos monjiles con guitarras, por eso y otras razones las iglesias se vaciaron. Ni la solemnidad del Estado se puede manifestar entre harapos y ceremonias para salir del paso, como cuando el señor Rajoy consideraba un latazo el desfile de las fuerzas armadas, que en caso de guerra serían los que defenderían los registros de la propiedad, tan de su gusto... La creencia tan común en España de que la democracia consiste en hacer lo que a cada cual le apetezca, en vez de en el estricto cumplimiento de la ley por puro imperativo categórico de la propia norma de conducta moral que uno debe llevar en su interior, es un error tan monumental como creer que la Gran Bretaña es ese conjunto de salvajes borrachos hooligans, que no representan ni al diez por ciento de la población. Algunos habrán visto las largas y bellísimas horas que la BBC, la mejor televisión pública del mundo, ha dedicado a retransmitir en directo los fastos brillantes, emocionantes, de muchedumbres cantando Land of hope and glory en honor de una mujer, que simboliza en su ancianidad, como antes en su lozanía, la continuidad de la nación, mientras al mismo tiempo TVE, ese monumento al sectarismo, la manipulación, la mentira y el ocultamiento, se dedicaba a arrojar basura sobre la Corona de España, cuando no a ir haciendo desaparecer poco a poco la figura del Rey. Lo que aquí no existe es lealtad ni siquiera durante los setenta minutos del telediario, porque de lo que se trata es de destruir el régimen, no de cambiar la forma de designación del Jefe del Estado. Aun cuando fueran ciertos los versos de «qué buen vasallo, si hubiera buen señor…».

Hace setenta y un años en Kenia encargaron a un joven comandante, que le dijera a la princesa Isabel que su padre Jorge VI había muerto. Nadie sabía cómo decírselo. El joven llegó donde ella estaba, inclinó la cabeza y dijo «Majestad». Se llamaba Billy Beyts, vivió en Nerja, regaló la bandera que hoy luce en la capilla de San Jorge y está enterrado en el Cementerio Inglés de Málaga. Ella continúa firme en sus convicciones y en pie. Posiblemente la última gran reina de la historia. Setenta años de lealtad mutua. Esa es la diferencia.

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