Opinión | Notas de domingo

Esos ojos negros

Los Baños del Carmen.

Los Baños del Carmen. / Jose María de Loma

Lunes. Dimito del encame y me levanto a pasar calor al sofá. Madrugada. Pongo «No es país para viejos» y mientras Bardem va cargándose gente y Josh Brolin huye, me abanico y pongo el aire acondicionado. La película me va dejando una vez más absorto y pienso y medito sobre el final. Entro en internet y leo cabales, curiosas o estrambóticas interpretaciones sobre ese final, sobre lo que cada personaje significa. El debate viene prolongándose durante años. Del peinado de Bardem ya ni hablamos.

Martes. Si fuera profesor en una escuela de escritura instaría, como ejercicio, a describir un atardecer. El que puede contemplarse desde El Balneario, en los Baños del Carmen, no es del montón. Me alegro de no ser profesor. De no ser alumno. De estar aquí y de ver este atardecer mágico-prodigioso. Mikel Erentxun canta y yo, mientras trasiego ginebra por cortesía de los organizadores, pienso, como casi todos, en cuándo va a cantar Cien gaviotas. O «Esos ojos negros». El público es cuarentón y cincuentón, bien vestido, más camisas que camisetas. Se está muy cómodo en los sofás. Merece mucho la pena este ciclo de conciertos. El otro día estuvo Kiko Veneno, me informa un hombre que se parece a Pedro Piqueras. Merece mucho la pena, sobre todo porque puede gustarte más o menos el cantante y prestarle atención o tenerlo de fondo mientras comes ensaladilla rusa o croquetas. El espectáculo no está solo sobre el escenario. Erentxun se entrega, transige con los bises, hace guiños al público y demuestra maestría con la guitarra. Para mí, ir a un concierto es salir de mi zona de confort. Incluso si el concierto lo veo desde un sofá. De vuelta, las grandes grúas del puerto me parecen animales amenazantes gigantescos y dispuestos a engullir los edificios. A veces salgo de mi casa solo por la sensación de alegre paz que me da volver a ella.

Miércoles. Alejandro Bertuchi, que es un productor televisivo de imbatible eficacia, nos lleva a Teodoro León Gross y a mí a una taberna sevillana de gran amplitud y vivificante aire acondicionado. Tras el breve debate acerca de si lo que bebemos es cerveza o no, nos extienden unos papellón de gambas y otro de jamón, combinación que resulta, como les gusta decir en Sevilla, «acierto seguro». De camino a la estación, el taxista me señala un termómetro callejero que marca 44 grados. Voy tan fresco a bordo del automóvil que me dan ganas de decirle que me lleve hasta Málaga. En el tren voy alternando la lectura de poesía con la escucha, quiera o no, de los problemas que una señora tiene con una amiga, «muy falsa, muy falsa la tía». Cuando cuelga me dan ganas de organizar en el vagón un coloquio al respecto. Todos hemos escuchado sus gritos. Debería escucharnos a nosotros ella ahora. Ya en casa: no sé si escribir un editorial o comerme un huevo Kinder.

Jueves. Han detenido a los ladrones que robaron las botellas de precio millonario en Atrio, el mítico restaurante de Cáceres. Hay movimiento al respecto en el grupo de whatsapp que creamos los que, en vísperas de ese robo, estuvimos allí. No fuimos nosotros, que nos conformamos con un sabroso pero asequible vino extremeño. Y con pagar los casi doscientos euros de la experiencia. Vimos esas botellas en la bodega que amablemente (hasta el robo) te enseñan después de almorzar. Fue un robo de película. Lean y recuperen la notica. Hay detenciones, pero, ay, ¿y el vino? ¿dónde está el vino? ¿en una caja fuerte o en un estómago? Tal vez ya haya sido sudado y miccionado.

Viernes. Con el poco espacio que siempre le dejo aquí al viernes habrá gente que piense que no los vivo. A tope.

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