Opinión | LAS SIETE ESQUINAS

Las estaciones

Casi sin invierno ni primavera ni otoño, y condenados a vivir en un pegajoso y aburrido verano interminable

Hace casi un mes, caminando por el norte de Portugal, me entretuve contemplando a un grupo enorme de caracoles que cruzaban un camino rural. Iba a escribir ‘rebaño’ de caracoles, o incluso ‘manada’ de caracoles, pero los caracoles son criaturas individualistas que no toleran el colectivismo más o menos organizado, a no ser que los obliguen a la fuerza a reproducirse en una granja, cosa que sospecho que les resulta muy desagradable (neoliberales, los denominarían con desdén nuestros activistas antisistema). Pero si aquel día los caracoles habían salido en gran número de sus escondrijos, era porque había empezado a llover después de un periodo muy largo de sequía, así que todos los caracoles que vivían por allí, cerca del antiguo fuerte costero de Areosa, habían salido a celebrar el acontecimiento, como si dijéramos, y a ver un poco de mundo después de un largo encierro (algo así como nos pasó a los humanos después de los largos meses de confinamiento del Covid). Como es lógico, me acordé de la canción que cantaba mi abuela -y que por fortuna siguen cantando muchos niños actuales-, «Caragol, treu banya», cada vez que las delicadas gotas de lluvia empezaban a sonar en el tejado. Y también me acordé de las excursiones nocturnas, con linternas o incluso con viejas lámparas de carburo, cuando salíamos a buscar caracoles porque había empezado a llover y era el momento de atraparlos. Todo aquel que haya salido al campo a buscar caracoles en un día de lluvia sabrá de lo que hablo.

No recuerdo que Cristóbal Serra hiciera de los caracoles su animal totémico -él reservaba ese honor al asno de grandes orejas y rebuznos gargantuescos-, y creo que Serra no dedicó ni una sola página a los caracoles ni recuerdo haberle oído hablar de caracoles, que por cierto no le gustaban nada como plato culinario, ni siquiera con su buena ración de alioli. Imagino que veía algo viscoso y repelente en los caracoles, algo que le habría parecido diabólico o al menos inmundo. Pero si yo tuviera que buscar un animal heráldico que figurase en un modesto escudo de armas, elegiría a un caracol asomando sus antenas bajo la lluvia apacible del otoño. Sólo uno. Solitario, silencioso, lento, modesto, valiente (hay que ser muy valiente para aventurarse por un mundo repleto de predadores, empezando por las temibles botas de los excursionistas). Antes he escrito ‘uno’, pero los caracoles son hermafroditas, así que ahora mismo cambio el género del pronombre y escribo ‘una’.

Me pregunto si esa imagen tan habitual en otros tiempos -un gran número de caracoles cruzando un camino- se ha convertido en algo totalmente insólito que muy poca gente ha logrado ver con sus propios ojos. Lo digo porque las lluvias de otoño -apacibles, tímidas, educadas- han sido sustituidas por trombas y borrascas que se aparecen de tarde en tarde, como borrachos alborotadores, y que lo ponen todo patas arriba sin dejar otro rastro que la brutalidad y el estrépito. En cambio, la lluvia de otoño era una lluvia que no tenía nada de violenta, sino que era más bien tímida, avisaba de su llegada con una cortesía anticuada y se despedía sin aspavientos de ningún tipo. Era, claro está, una lluvia hecha a medida de los caracoles. Una lluvia «azulada», como la llamaba Rosselló-Pòrcel en el mejor poema que se ha escrito sobre el otoño y sobre la vida y sobre la añoranza (y también sobre la muerte presentida), ‘A Mallorca, durant la guerra civil’.

Supongo que hay cosas mucho más terribles -y más aún en estos tiempos en que se vuelve a hablar de la bomba atómica no como una amenaza distópica, sino como una posibilidad cada vez más real que pende sobre nuestras cabezas-, pero el hecho de que estén desapareciendo las estaciones, al menos tal como las conocíamos, nos va a mutilar buena parte de nuestra ya muy debilitada sensibilidad. Casi sin invierno ni primavera ni otoño, y condenados a vivir en un pegajoso y aburrido verano interminable -con bruscos saltos a no sabemos muy bien qué estación-, vamos a perder algunas de las experiencias fundamentales que nos han convertido en humanos. Si ya no sabemos distinguir un tibio día de primavera de un asfixiante día de verano, y si ya no sabemos evocar esa lluvia azulada que hacía salir a los caracoles de sus escondrijos porque ya ha desaparecido de nuestras vidas, gran parte de nuestra memoria artística -esa que ha cristalizado en un soneto de Shakespeare o en una canción infantil- dejará de tener sentido para nosotros. Y por eso no es una buena noticia que cada vez nos resulte más difícil ver a un numeroso grupo de caracoles cruzando un camino rural, en un día de lluvia generosa, muy cerca de un viejo fortín abandonado.

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